Apuntes sobre la necesidad de fabricar mitos

Amador Fernández-Savater

"El hombre blanco nos puso en estas cajas cuadradas. Nuestro poder se fue y estamos muriendo. Así están las cosas. Somos prisioneros de guerra mientras esperamos aquí. Pero hay otro mundo" (Black Elk, jefe sioux)

Podemos detectar en el corazón de las luchas sociales que atraviesan el planeta una exigencia y una preocupación fundamentales: "hacer sociedad". En efecto, desde Buenos Aires hasta la Selva Lacandona, desde la apropiación colectiva de tierras con Brasil hasta el "movimento no global" en Italia, desde la batalla planteada por el campesinado indio contra la penetración mercantil de transgénicos hasta los clubs de trueque que tachonan el planeta, se trata explícitamente de reconstruir de forma alternativa y/o antagonista el lazo social, de recuperar colectivamente la dignidad fortaleciendo los vínculos y el sentido frente a las políticas de la humillación y el miedo (sus exactos contrarios) propias del mando neoliberal de la globalización capitalista.

Ante esta evidencia surgen dos preguntas: ¿Qué puede querer decir eso de "reconstruir el lazo social"? ¿Acaso el "sistema capitalista" no produce a su modo todos los días la "sociedad capitalista"? Para una corriente muy amplia del pensamiento crítico, fundamentada en Marx y Polanyi, la "sociedad capitalista" es una imposibilidad antropológica y ecológica. El capitalismo "razona como si viniese de otro mundo -y con total desprecio del nuestro, que es, sin embargo, su único terreno de actuación" (J.P. Baudet). No diremos tanto, pero la hostilidad de los presupuestos más profundos y los desarrollos prácticos de las "tecnologías de la trascendencia" (ingeniería genética, energía nuclear, automatización, industria espacial, etc.) o la tentativa de sustituir el tiempo y el espacio propios del habitar humano por las coordenadas privadas del capital financiero (fragmentación, presente perpetuo, ubicuidad, ilusiones de eternidad), parecen confirmar cada una a su modo que el capital sueña desde sus orígenes con "un mundo sin gente" o con gente modificada (no sólo genéticamente) a su voluntad; y que sólo pacta con todas su formas de fidelidad y pertenencia porque se le obliga a ello, muchas veces a la fuerza. Pero difícilmente se podrá hacer de los seres humanos esos "átomos sociales" que cooperan simplemente movidos por un "cálculo egoísta" con los que sueñan los neoliberales fanáticos de la "autorregulación" del mercado. Equivaldría pura y simplemente a la supresión de la precaria condición humana, que está hecha efectivamente del material del que se hacen los sueños, esto es, los vínculos que teje la imaginación. El intercambio mercantil sólo es un momento del intercambio simbólico y su hegemonía está fechada muy recientemente, contra lo que quisiera hacernos creer la ideología neoliberal.

"Hacer sociedad" significa preservar, fortalecer y crear lazos sociales, debilitados por el capitalismo en todas partes. En el centro de todas esas luchas mencionadas antes está la producción de sentido, de nuevas formas de ver y vivir. No es lo mismo una comunidad unida por lo que contempla pasivamente en alguna pantalla mágica que otra reunida en torno a lo que hace. No es lo mismo una comunidad con ritos y formas complejas y flexibles de intercambio simbólico para resolver conflictos que otra que no puede echar mano más que de los tribunales y la violencia (como va siendo cada vez más el caso de Estados Unidos). No es lo mismo una sociedad indiferente u hostil con respecto a su pasado que otra que lo hace renacer permanentemente, recreándolo.

Los mitos (relatos, cuentos, fábulas, historias) han sido durante mucho tiempo, y aun lo son en gran medida, los vehículos de comunicación de sentido, los mapas que inscribían a los individuos en la profundidad del tiempo y el espacio, las figuraciones que daban cuenta de la experiencia individual y de la historia colectiva, la argamasa que mantenía una sociedad unida (aun en los conflictos y los desgarros más agudos). Los moldes tradicionales donde se daba forma a nuestra experiencia han entrado en crisis: la familia, la ciudad, la escuela, la religión, el partido, la tradición, etc. ¿Quién sabe hoy lo que significa "educar", por ejemplo? Toda la sociedad es ahora un mar "inquieto y bullente" donde circulan los elementos con los que tenemos que elaborar narrativas de sentido que nos vuelvan a colocar en un mundo despedazado, a orientar, que nos sirvan para descifrar la historia colectiva que nos constituye, para interpretar nuestras experiencias más hondas, nuestras vivencias cotidianas, nuestros gestos, que nos devuelva la confianza en nuestras posibilidades de acción colectiva, que sean como un recordatorio siempre presente de que la historia en la que nos agitamos no es un destino, que la vida que llevamos no es una fatalidad impuesta por alguna trascendencia imperturbable, que la plasticidad del ser humano es infinita, que somos y seremos lo que queramos ser si nos atrevemos a arriesgar el precario andamiaje que nos mantiene sujetos y a confiar en nuestra voluntad de suerte, etc. En definitiva, los mitos procuran dar a una sociedad, que los alimenta y los altera constantemente mientras está viva, un sentido, una orientación y sobre todo la confianza en sí mismos frente a todos los poderes que se presentan como necesarios, ineluctables, inamovibles, irreversibles, etc.

Pero, ¿qué mitos que nos recoloquen en el mundo podemos elaborar nosotros, contemporáneos de la guerra global permanente decretada por las élites imperiales después del 11 de septiembre, nosotros que sólo podemos tener "nostalgia" de una comunidad "por venir", demasiado olvidadizos para reconstruir una historia de la libertad -aplastada por tantas mentiras- y devolverla a la vida, inscritos en un sistema económico que no nos deja pararnos a pensar, a recordar, a imaginar, sometidos a una precariedad existencial abrumadora (en el trabajo, el territorio, la escuela, la salud, las raíces, el movimiento, etc.)? ¿Cómo podemos explicarnos a nosotros mismos esa precariedad, qué metáforas podemos utilizar para hacer esa experiencia de fragilidad y plasticidad comunicable y compartible (todo el mundo sabe, no sólo los artistas, que para que una experiencia no se disuelva en el aire hay que representarla)? ¿Cómo podemos representarnos entonces la precariedad de modo que nuestros anhelos más elevados no pasen por las seguridades subalternas que venden hoy los nacionalismos, los integrismos, etc.? La reconstrucción del lazo social no tiene porqué pasar por el apego exclusivo a un territorio, a una tradición, a una cultura o unas gentes determinadas, como demuestran todas las comunidades extraestatales que han atravesado el planeta, las sociedades políticas revolucionarias en primer lugar, la metamorfosis continua de los mitos de cualquier comunidad viva, la aleación entre pasado y futuro de las mil narrativas de sentido que pueblan nuestra vida, los intercambios simbólicos entre sociedades que superan el momento del desprecio y la violencia recíproca, etc. ¿Qué figuras nos pueden tatuar en la carne que la precariedad no un ningún destino o fatalidad, que es posible vivir de otro modo, que es posible invertir la precariedad en una vida concebida como juego (con toda la seriedad de los juegos) y experimento?


Un paréntesis: la guerra

Durante los últimos tiempos se ha insistido mucho, con justicia, en que la guerra era la metáfora que ilustraba mejor nuestra condición, porque la economía moviliza todas nuestras capacidades (lo que se viene a llamar "biopolítica") como ocurre en una guerra, porque la incertidumbre, el desastre y la inestabilidad propias de los tiempos de guerra ahora se inscriben en la normalidad de nuestra vida cotidiana, de hecho constituyen esa normalidad, porque las necrotecnologías (como la ingeniería genética) conciben el mundo entero como un laboratorio de dominación como pasa en las guerras, porque nuestra percepción se ve forzada cotidianamente a adaptarse a un nuevo campo de batalla, "espacio privilegiado de la visión poco fija, de los estímulos rápidos, de los eslóganes y otros logotipos guerreros" (Virilio), porque nuestras ciudades se transforman a una velocidad que nunca había conocido una ciudad en tiempos de paz, porque nuestro tiempo y nuestro espacio estallan como tras el impacto de una bomba de racimo, etc. Pero ahora la guerra no es ya una metáfora de nada, no guarda ya la distancia frente a lo real que le es propia a esa figura literaria: estamos en guerra, la guerra global permanente. Frente a la crisis aguda de legitimidad, frente a la recesión económica, frente al cuestionamiento global, frente a la ingobernabilidad en ascenso, el imperio ha decidido iniciar una monstruosa fuga hacia delante y decretar la guerra global, tras el 11s. Aplastar a los movimientos de contestación debajo de consensos antiterroristas, suprimir fastidiosas trabas políticas a la acumulación económica (libertad de comunicación y privacidad, libertad de circulación y de instalación de los flujos migratorios, derechos civiles, sociales, etc.), decretar una suerte de estado de excepción global.

No creo que sea una pérdida de tiempo forzar una analogía con la situación que describe Jünger en su ensayo de 1930 sobre su experiencia bélica en la 1ª Guerra Mundial titulado "La movilización total". Jünger advierte en él de que el aspecto técnico nunca es el decisivo en la movilización total: su presupuesto fundamental es la "disponibilidad" a la movilización. Es decir, la desaparición de todo aquello que en la vida de los individuos les puede llevar a cuestionarse su participación en una guerra al servicio de más que oscuros intereses: la destrucción de tejido social, de la memoria del horror de una guerra, de la esperanza en formas dignas de vida, etc. "La creciente transmutación de la vida en energía y la progresiva volatilización de todos los vínculos otorgan un carácter cada vez más incisivo al hecho de la movilización" (Jünger). Hannah Arendt confirma a su modo el juicio de Jünger cuando describe el tipo humano que movilizó mayormente el nazismo: aislado, desarraigado, cínico, temeroso, desesperado, arruinado, etc. También Benjamin, después de la 1ª Guerra Mundial, apunto un filón de análisis fundamental cuando comentó que los soldados de las trincheras volvieron mudos del frente, sin palabras para explicar (y explicarse) lo que había sucedido, incapaces de elaborar un sentido para su propia experiencia. Quizá ese silencio se prolongó demasiado y, entre otras muchas causas, dio lugar al fascismo y al nazismo que asolaron Europa.

Pues bien, podemos caracterizar la globalización capitalista como otra enorme movilización total, que se alimenta, como la anterior, de la ausencia de sentido -el nihilismo- o, más bien, de la destrucción de sentido. Tal y como hizo la movilización total descrita por Jünger, la globalización capitalista acaba con las tradicionales distinciones entre trabajo y ocio, dentro y fuera, producción y reproducción, público y privado. Marco Revelli, estudioso de las formas de vida y de trabajo en el posfordismo, describe el sistema productivo flexible como "un flujo continuo y total, que hace palpitar el entero entramado productivo al mismo ritmo, que abarca todas las fases de producción al mismo tiempo". Una auténtica máquina de guerra, vaya. La vida entera puesta a trabajar, como ocurre en todas esas empresas posfordistas donde no sólo se requiere al trabajador un esfuerzo físico por determinado tiempo, sino una implicación total, una adhesión absoluta, una lealtad ilimitada, el despliegue de todas sus cualidades (no sólo físicas, sino también lingüísticas, imaginativas, comunicativas, afectivas, etc.). En nuestra era de la precariedad, las empresas intentan redoblar su esfuerzo por captar la energía de sus empleados desarrollando todo un aparato publicitario que conforme un imaginario capaz de compensar la inestabilidad a la que se está sometido en verdad (todos sabemos de esas empresas japonesas que inventan un modo de vida entero para sus trabajadores -formas de vestir, fiestas, sociabilidad, etc- que les asegure así su fidelidad). Hannah Arendt hablaba en un sentido parecido del "inquebrantable mundo ficticio" que llevaba a las últimas unidades de las juventudes hitlerianas a dejarse matar combatiendo desde cualquier ruina del Berlín desolado. Por supuesto, en ninguno de los casos la fidelidad es recíproca: después de la primera derrota, después del primer tropezón económico, las filas se apretujarán expulsando a los desgraciados a los que toque cada vez.

El carácter típico de los sujetos alistados a la movilización total está conformado por el cinismo y el miedo. Ya no nos creemos nada y tememos todo. Como les ocurría a aquellos soldados de que habla Benjamin con respecto a las promesas y los discursos de sus amos y al mundo que se reencontraron ("una generación que había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró indefensa en un paisaje en el que todo menos las nubes había cambiado, y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de explosiones y corrientes destructoras, está el mínimo, quebradizo cuerpo humano"). Cuando "hay que habituarse a la movilidad, ser capaz de mantener el paso a pesar de las más bruscas reconversiones, saber adaptarse al tiempo que emprender, ser dócil en el paso de un conjunto de reglas a otro, estar dispuesto a una interacción lingüística banalizada, etc." (Virno), como sin duda es el caso de las empresas posfordistas o la guerra, en realidad no podemos creernos nada, hacemos "como si", pero sabemos que es inútil creer por ejemplo en un conjunto de reglas de trabajo porque todo cambiará al momento siguiente. Eso es el cinismo. Sobre el miedo hay menos que explicar. Aceptamos cualquier atisbo de seguridad por miedo. Aceptamos el chantaje de la precariedad laboral por miedo. Un miedo que puede al final reivindicar a cualquier caudillo que alce la voz para prometer cierta estabilidad de las condiciones de vida, aunque sea a costa de exterminar a los supuestos culpables de que no la haya (los judíos, los inmigrantes, los disidentes, etc.). Ahora como hace setenta años, vivimos un proceso de desarraigo y desposesión que nos deja inermes, confusos, solos. El extremo de ese proceso de desposesión fueron a mitad del siglo XX los campos de concentración.


Narración y milagro

"Los lamentos poéticos de este siglo no son más que horribles sofismas. Cantar el hastío, los dolores, las tristezas, las melancolías, la muerte, la sombra, lo sombrío, etc., es no querer mirar sino el pueril reverso de las cosas (...) Esta es la razón por la que he cambiado de método, para cantar exclusivamente la espera, la esperanza, la CALMA, la dicha, el DEBER". (Lautréamont)

Cuenta Félix de Azúa en algún sitio que en los vagones que les conducían a los campos de concentración se producía entre los condenados un extraño ritual. En la parte superior del vagón había un pequeño orificio y algunos presos aupaban a uno de ellos hasta arriba para que les contase a los demás lo que veía. "Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde les conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban". La narración del oteador les permitía componerse un pequeño mapa y esbozar algún sentido para lo que les pasaba. Desde el orificio se podían incluso hacer señales a la gente que se quedaba mirando el tren al pasar: eso tenía mucha importancia para los que sentían estar viviendo una pesadilla que nadie creería nunca. A veces, un oteador era demasiado "subjetivo": imponía sus impresiones personales en el relato que daba cuenta de lo que veía. Entonces se le sustituía. En otras ocasiones, algunos oteadores eran demasiado "dispersos" y el relato no tenía ni orden ni concierto. También los había demasiado "objetivos", que sólo transmitían información ("veo una estación, una familia, un perro", etc.). A todos esos se les bajaba y se les sustituía también. Pero algunos oteadores conseguían el milagro de convertirse en los ojos de los demás: entonces los imaginarios individuales rompían su aislamiento y se encontraban con otros imaginarios. El milagro de la creación. "En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de los vivos". Esa narración no pertenece al narrador, el narrador se borra, cancela su yo, no para dar rienda suelta a un caos de pulsiones o fantasías reprimido hasta ese momento, sino para convertirse en los ojos de una comunidad, no el reflejo de una subjetividad media, sino el lenguaje que expresa las aspiraciones más altas. Entonces, hasta los presos más desesperados que se burlaban de los que aupaban a un compañeros ("qué más da lo que haya fuera, estamos condenados") prestaban oídos. El cinismo y el miedo desaparecían ante la fuerza del relato, que recordaba que había otro mundo fuera del vagón, que el vagón no era toda la realidad, que fortalecía la esperanza de que el horror tuviera un final.

Las vanguardias han sido en ocasiones durante el siglo XX esos oteadores demasiado "dispersos" (el dadaísmo), demasiado obsesionados por la originalidad (y, por tanto, por el autor, aunque se niegue, como el surrealismo), demasiado "objetivos" (todos los funcionalismos). Edgar Varesse, compañero de Picabia en Nueva York, decía que el futurismo "reproducía servilmente la trepidación de la vida cotidiana". Demasiadas veces ha sido así en el caso de otras vanguardias, menos interesadas por combatir la desposesión dominante elaborando figuras de posesión (mapas del laberinto, signos de reconocimiento) que por exaltar la dispersión, el dolor o la laceración, la cuchufleta y la ocurrencia, el movimiento perpetuo y la velocidad. Siempre se repiten los mismos ejemplos de las técnicas vanguardistas "recuperadas" por los guionistas de la sociedad del espectáculo (publicitarios, empresarios, etc.). Pero el problema más hondo no reside en formular figuras positivas, siempre "recuperables", sino acuñarlas directamente con el troquel del espectáculo: presente perpetuo ("donde nada lleva a nada, donde todo se evapora"), imagen y superficie. Si queremos bloquear la movilización total y su específico nihilismo productivo, hace falta construir narrativas colectivas, referentes simbólicos adaptados a las cavidades más profundas de nuestro tiempo histórico, que generen sentido y permitan sustraerse (al menos mentalmente) a la guerra económica y el ascenso de la insignificancia que lleva consigo. ¿Qué puede recogerse de la experiencia de las vanguardias en esa línea? Desde luego ninguno de los aspectos atravesados en mayor medida por los prestigios de la guerra y su agitación histérica. El sentido tiene que poder habitarse. Sin embargo, para noquear al espectador, una parte no despreciable de la creación vanguardista ha reproducido con abrumadora insistencia paisajes y ambientes de guerra: inhabitables, por tanto.


Hacer símbolo

Durante mucho tiempo, los movimientos revolucionarios estuvieron animados por "grandes relatos": el progreso, la historia como proceso de liberación, autodeterminación de la Razón, hundimiento imparable del capitalismo, etc. Esos "grandes relatos" han sido duramente criticados hoy por su imposición de sentidos únicos sobre el mundo, su carácter determinista, la anulación de la autonomía individual, su falta de adecuación con nuestra realidad fragmentada y muy acelerada (igual que en otro tiempo se dijo que la pintura ya no acertaba a registrar "lo transitorio, fugitivo y contingente" de la vida moderna), etc. Es una crítica muchas veces justa, pero que no arruina ni por un momento la necesidad de fabricar mitos, relatos que den cuenta de nuestra situación en el mundo, que establezcan ritos y símbolos de reconocimiento entre cómplices.

"Mientras no hagamos estéticas, es decir, mitológicas, las ideas, ningún interés tienen para el "pueblo", e inversamente : mientras la mitología no sea racional, el filósofo tiene que avergonzarse de ella. Así tienen finalmente que darse la mano ilustrados y no ilustrados". Hegel, Schelling y Hölderlin escribieron esta declaración en su Proyecto más antiguo del idealismo en 1796. Respondían así al dilema que atraviesa siempre los movimientos revolucionarios: ¿cómo se puede impulsar a la gente a la acción, una vez admitido que, por sí solo, el conocimiento racional no es suficiente para movilizar una empresa de transformación? El movimiento de contestación global, que surge en Chiapas y Seattle, también se ha planteado esto. Sobre todo los italianos del colectivo Wu Ming. ¿Cómo elaborar mitos que eludan los peligros de los "grandes relatos"? ¿Dónde hacerlo, cuando los moldes de transmisión de la experiencia están en crisis y el capitalismo ha colonizado todos los aspectos de lo social? ¿Cómo impedir que esas narraciones cristalicen en formas de trascendencia (el Modelo, el Origen, el Líder, etc.), en una estetización apolítica de la existencia o en la negación del presente a la espera de ese "otro mundo posible", etc.? ¿Cómo sustraer las capacidades comunicativas de la gente que explota el capital y ponerlas a funcionar de otro modo? ¿Qué figuras proponemos para hacer públicos los rasgos más relevantes de nuestra condición política, no sólo la precariedad, sino la inteligencia colectiva, la multiplicidad, la comunidad "que viene", la ambivalencia, la voluntad de autodeterminación y autonomía, la experimentación, etc.? "Sin un imaginario de referencia, sin una narración "abierta" e "indefinidamente redefinible" de la cual sea posible participar y a la que se pueda acceder libremente, el movimiento no puede sino fracasar en su intento de sedimentar la experiencia propia, que es precisamente nueva, experimental, en muchos sentidos inédita. No se trata de cristalizar ese epos, sino, al contrario, de compartirlo, hacerlo accesible, "publicitarlo", transformándola en un arma cultural eficaz, potencialmente hegemónica y por tanto capaz de vencer, más allá del mero testimonio (Wu ming)". El relato tiene que ser, por tanto, lo opuesto del aura según Benjamin, esto es, perfectible y reproducible. Un ejemplo sería el relato colectivo sobre Génova, tras la cumbre del G-8 en julio del 2001. No consiguieron que volviéramos mudos, como los soldados de la 1ª Guerra Mundial, todo lo contrario: las decenas de miles de personas que habíamos participado en esa extraordinaria y trágica contestación al poder global, volvimos metamorfoseadas en agentes de una narrativa de emancipación, en proceso, coral, abierta. Había que contarlo todo: lo que había pasado en las calles, en los centros de detención, en los espacios de alojamiento colectivo, por las cabezas y los cuerpos, a desconocidos y amigos, etc. Así no sólo se estaba dando testimonio individual y privado de lo acontecido, visto o vivido, sino componiendo una narración de sentido compartida, una tentativa de elaboración de la experiencia a través de la figuración literaria, una suerte de contagio inmediato por vía imaginativa, una mitopoiesis. Esa narración no era la "versión oficial" de los hechos ni una mera yuxtaposición de testimonios individuales, moldeados en la historia política de cada cual, sino una creación colectiva que eliminaba las fronteras rígidamente establecidas entre imaginario privado e imaginario colectivo, tradición y novedad, que hablaba de la fuerza colectiva, del arrojo, del miedo, de la experiencia de desolación (exactamente "privación de suelo") que supuso para todo el mundo verse convertido en "nuda vida" sometida a la arbitrariedad despótica de la policía ascendida de pronto a soberana absoluta.

El movimiento obrero creó en su momento ese espacio mental colectivo. La historia de su formación la cuenta por ejemplo Edward Thompson, que cita a John Thelwell y lo que decía entonces: "cada taller o manufactura es una especie de sociedad política que ninguna ley puede reducir al silencio y ningún magistrado puede forzar a dispersarse". Eso fue así durante mucho tiempo, pero finalmente leyes y magistrados y sobre todo mucha violencia forzaron la dispersión y decretaron el silencio. Los movimientos que surgen hoy de las ruinas dispersas de la tradición revolucionaria de los dos últimos siglos necesitan consolidar esas sociedades políticas, esos contrapoderes, abrir mundos para la existencia y la actividad libre de los seres humanos. Para ello, necesitamos contarnos historias, reinterpretar todo nuestro pasado, formular imágenes de futuro que (nos) tienten a arriesgar el sentido establecido, símbolos de reconocimiento entre hermanos y hermanas, confianza en la plasticidad y la imaginación creadora de los seres humanos, en sus posibilidades de actuar, de "empezar de nuevo", necesitamos recordar lo que fue, las tentativas fracasadas y la superación de lo que parecía imposible superar, necesitamos cartografiar la dispersión, dar nuestros nombres a las cosas, ofrecer un lenguaje a las aspiraciones comunes, narrar lo extraordinario y lo maravilloso como momentos fundacionales, nuestros propios viajes iniciáticos: ruptura con los lazos de la socialización primaria, prueba del laberinto, retorno de los infiernos, metamorfosis, creación de nuevos lazos, etc. Necesitamos mitopoiesis.



volver al índice