Sólo un mundo solo

El nuestro es un mundo máximamente variado y desigual, pero las grietas, abismos y vacíos han sido borrados de su superficie. Muestrario colorista de culturas, etnias y tradiciones, el mundo es un continuo de diferencias en el que los lenguajes que hablamos, las enfermedades de que morimos, las calorías que nos mantienen vivos y los dioses que calman nuestra sed no guardan ya proporción alguna. Sin embargo, este continuo de diferencias que todo lo engulle nos impide dar ningún salto, tender puentes en el aire hacia lo nuevo, lo desconocido y lo impensado. Las fronteras, vallas, alambres y minas que se clavan sobre la piel de mares y continentes, no separan mundos, ni hay límites que prometan una nueva tierra. Unos y otros son las cicatrices que aseguran la unidad inquebrantable del mundo en que vivimos.
Sobre esta unidad asegurada e inquebrantable del mundo toma cuerpo un discurso de la diferencia que ha neutralizado todas sus amenazas y peligros. La imagen del otro puede hoy circular inofensivamente por las calles de nuestra ciudad, por las páginas de las revistas de entretenimiento dominical y entre los flashes de la publicidad, porque la diferencia no abre mundos, ni siquiera constituye un nosotros que imperceptiblemente haga mundo entre las cosas. Lo otro del mundo es el no-mundo de lo excluido y condenado a no existir. Sólo un mundo solo... Ésta es la verdad que esconde el planeta integrado y multicultural. Globalizado, le llaman. Nosotros repetimos: sólo un mundo solo, porque sabemos que el problema no radica en su progresiva homogeneización cultural ni en su articulación en un solo mercado. El problema es que se nos ha vuelto imposible pensar y vivir en relación a un mundo otro ¿Padecemos quizás de un déficit de imaginación? El lamento sobre la propia impotencia no es sino un imparable remolino que sale de ella para hundirnos aún más. Lo nuevo es que el mundo se ha hecho radicalmente único y no sirve ya de nada desviar la vista hacia otros supuestos horizontes, lejanos o futuros.
Paradójicamente, el mundo que se configura en los tiempos del fin (fin de la historia, del milenio, de las ideologías...) es aquél en el que todo es y se ha hecho posible. Se impone entonces como incuestionablemente único no por la fuerza de sus verdades sino por la metástasis de sus posibles que, no dejando nada fuera, nos enzarzan en un juego en el que no podemos nada... más que escoger. Condenados a escoger dentro de un mundo al que no hay alternativa, vivimos y nos debatimos en las prisiones de lo posible. Nuestra condena no es fruto de la fatalidad ni el producto de un oscuro designio de los dioses. Es la que se impone con el aplastante peso de la obviedad, es decir, de lo que sin saber de verdades, razones ni pasiones, siempre se acompaņa de un estúpido silencio. De verdades, razones y pasiones siempre hay más de una y pueden entrar en conflicto, crear escisiones, estallar en mil tensiones. La obviedad, en cambio, no tiene resquicios y nos encierra en una única y férrea alternativa: o nos sumamos al asentimiento mudo del "así es", o nos es reservado el lugar del necio, incapaz de ver lo que se impone por sí mismo.
Lo obvio: germen de los nuevos universales, que dibujan los vértices de una nueva Trinidad: derechos humanos-estado de derecho-democracia. Son las piezas de un cielo bajo el cual todo se puede decir porque hay muy poco que aņadir. Toda diferencia se ha hecho redundante bajo la mirada de este nuevo dios. Lo obvio es entonces un campo de consenso en el que hemos sido desposeídos de nuestro lenguaje. No nos ha sido arrebatado ni prohibido. No hemos sufrido tampoco un lavado de uniformización. Incluso es posible que cada vez hablemos en lenguajes menos comunicables entre sí. Pero a nadie le importa. Aunque se siga predicando el diálogo, en nuestro mundo hace tiempo que el consenso no es algo a lo que se llega, sino que viene dado de entrada. Y si viene dado de entrada es muy difícil de romper. ¿Dónde encontrar hoy palabras que hieran, que puedan ser lanzadas como flechas al cielo de la obviedad?
Ya no sólo nos atraviesa el poder. Estamos atravesados por el mundo. El mundo es lo que expresamos incluso desde nuestra soledad, aturdidos por la estupidez de nuestro silencio y el ruido de nuestras palabras. Hacer mundo no depende ya de un gesto de adhesión, comprensión o participación. También es lo que somos cuando estamos solos. Replegarse en la oscuridad, en la dulzura de no tener nada que decir... ¡Qué dulce veneno que finalmente te revienta y te mata!

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