Desaliados

Con el inicio de la guerra, muchos sentimos que había que hacer algo, y ya. No podíamos consentir que nuestra vida siguiera como si tal cosa mientras la guerra se imponía en una región del mundo.
En las primeras movilizaciones unitarias la sensación más generalizada fue de desconcierto. ¿Qué hay que hacer? ¿Qué utilidad tiene un paro de dos horas cuando de lo que se trata es de frenar una guerra? ¿Quién y como ha decidido estas movilizaciones? ¿Cómo participar sin caer en el seguidismo político y sindical?...
A pesar de estos interrogantes la asistencia masiva a las manifestaciones expresaba el deseo claro de frenar la guerra.
Después de un mes de ataque aéreo de las fuerzas multinacionales, la sensación más generalizada es el desánimo. Los efectos de la guerra son cada vez más crudos mientras que las posibilidades de frenarla son más lejanas.
Durante estas semanas, a pesar de la censura militar y el colaboracionismo de los medios de masas, hemos sabido muchas cosas.
El apoyo logístico que ofrece el Estado Español a los norteamericanos no es apoyo humanitario. La utilización de las bases, que convierten a España en un gran portaaviones, tiene una importancia estratégica funda-mental que nos involucra plenamente en la guerra.
Ochenta millones de kilos de bombas lanzados por los B-52 en 20 días sobre poblaciones iraquíes no pueden convencernos de que no existe genocidio a pesar de que se nos oculte el número de muertos y heridos.
Los territorios ocupados se han convertido en campos de prisioneros palestinos con el toque de queda permanente decretado por el Estado de Israel.
Cientos de miles de trabajadores árabes, egipcios, palestinos, paquistaníes, turcos... se han visto sometidos a un destierro forzoso y abocados a un futuro incierto.
Esto ocurre en el escenario de las batallas. Pero en Occidente las consecuencias de la guerra se manifiestan principalmente sobre la población árabe.
Los árabes son ahora presuntos terroristas. En Inglaterra paquistaníes e irakies son encerrados en campos de concentración. En Francia, las mezquitas son vigiladas por policías con metralleta y chaleco antibalas, que efectúan registros y detenciones. En España el gobierno acosa y detiene a los árabes magrebíes y pone en marcha la Operación Duna, creando un estado de excepción encubierto que nos sitúa a todos como presuntos terroristas.
Estas medidas racistas, junto con las leyes de extranjería, pretenden frenar la emigración hacia los países occidentales y legitimar el control social en vistas al 92.
El Gobierno socialista argumenta que la guerra nunca es deseable, pero en este caso es necesaria como medida de fuerza para mantener la ley y el orden internacionales.

Sus argumentos no quedan ahí. La guerra, además de ser necesaria, es legítima porque ha sido autorizada por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Y además es conveniente que España participe en ella, ya que esta participación es la única manera de garantizar la integración del Estado Español en el tinglado europeo, después de muchos años de aislamiento. De ahí que el gobierno tenga una decidida voluntad política de intervenir como fuerza aliada, a pesar del rechazo social a los gastos de armamento, al envío forzoso de soldados al Golfo y a la presencia y utilización de las bases norteamericanas.
El argumento de la legitimidad no puede ser aceptado ante un estado de excepción como la guerra. Rechazamos la legalidad que necesita el uso de la fuerza para mantener el orden internacional. Por encima de esta legalidad está el querer vivir colectivamente sin aceptar la guerra ni la paz que nos obliga al trabajo y a la explotación. Ninguna legalidad puede obligarnos a colaborar con el horror.
Con el actual desarrollo tecnológico. del armamento, la lógica de la guerra pone en peligro la vida social en todo el planeta. La catástrofe ecológica y los riesgos medioambientales a gran escala que derivan de esta guerra desacreditan todas las Razones de Estado. Millones de afectados -en todo el planeta- tenemos argumentos de calidad de vida y de supervivencia que tienen más fuerza que las razones de la ONU. Por tanto, los argumentos de derecho quedan deslegitimados (si no lo estuvieron siempre, hoy, más que nunca) ante el querer vivir contra la guerra.
No somos tan ingenuos para aferrarnos a la vida a cualquier precio. Lo que si afirmamos es que la vida no está del lado del poder, sino que sólo se puede VIVIR contra él.
El rechazo del horror y el querer vivir se manifiestan en el antimilitarismo, la insumisión, la deserción, y también aunque de forma mistificada en las manifestaciones-paseo dominicales.
Una guerra no se puede detener con paros simbólicos, con minutos de silencio, ni con sábanas con crespones negros, ni con firmas, ni con manifiestos, ni con cadenas humanas. . . Para detener la guerra de verdad hay que bloquear los procesos reales que la sustentan: por ejemplo, impedir el suministro de combustible a los B-52, bloquear el control del espacio aéreo, desertar masivamente...
Conseguir esto no es tan difícil. Recordemos los efectos de la última huelga de transportes, o lo que ocurre cuando los controladores aéreos van al paro.
¿Es posible hoy organizar movilizaciones que boicoteen la colaboración logística con la máquina de la guerra?
Hasta ahora todas las acciones que se han convocado, desde las huelgas de estudiantes hasta las manifestaciones dominicales, no han pasado de acciones testimoniales. Por esta razón, muchos de los que hemos participado en dichas acciones nos hemos preguntado:
La izquierda tradicional ¿no puede o no quiere impedir efectivamente la guerra?
Supongamos que no pueden. Entonces deberíamos reconocer que el rechazo mayoritario a la guerra es un rechazo teórico pero no político. Por una parte nos asquea el dominio de Estados Unidos y desearíamos que el mundo árabe para los pies a la mayor potencia mundial. Pero por otra parte sabemos que boicotear la guerra hasta el final supondría renunciar al modelo de vida occidental.
Las movilizaciones expresan este quiero y no puedo. Queremos impedir el horror pero no podemos renunciar a ser occidentales. Rechazamos la guerra pero no hasta el punto de poner en peligro nuestro modelo de vida. Esta ambigüedad se pone de manifiesto en la consigna supuestamente unitaria: POR LA PAZ. Si no se lleva hasta el final el rechazo de la guerra, la PAZ es la paz de occidente: la democracia que nos garantiza la vida y el trabajo que nos garantiza el consumo.
Supongamos ahora quc la izquierda tradicional no quiere parar la guerra. En este caso su compromiso con el mantenimiento del sistema está más claro que nunca. Nos convocarán a 14-Ds para reforzar su posición y captar votos en el Estado de los Partidos, pero jamás para acosar y derribar al gobierno, incluso cuando éste apoya logísticamente la masacre. Su compromiso con las reglas del juego democrático les obliga a colaborar para que "lo social" sea gobernable.
Las acciones testimoniales que convocan no sirven para parar la guerra, pero sí para cansar y desmovilizar a la gente. Su papel desmovilizador, en el estado de excepción de la guerra, es más grave que nunca, ya que estos partidos y sindicatos son los únicos que pueden convocar y organizar una protesta masiva (ellos fueron los primeros sorprendidos por su capacidad de convocatoria el 14-D). Por eso su postura es la del equilibrista: no pueden llamar a la deserción puesto que es un delito, pero darán apoyo jurídico a los desertores,
Volvamos a la pregunta planteada más arriba. ¿Es posible hoy organizar acciones que boicoteen la colaboración logística con la máquina de guerra?
Según la doble respuesta que hemos dado esta posibilidad parece lejana. hasta ahora el movimiento contra la guerra no se ha sabido dotar realmente de formas de autoorganización y ha tenido quc utilizar los organismos burocráticos ya existentes. Como consecuencia de ello, se han reproducido todos los viejos y conocidos vicios: llamadas a los "Sindicatos obreros" para que convoquen una huelga general; "emplazamiento" a autoridades para que se pronuncien; activismo sin imaginación alguna...
Hemos de reconocer que los que no nos identificamos con lo que se podría llamar la vieja izquierda tampoco no hemos brillado mucho. Por suerte, la ambivalencia que se expresa en la calle sigue ahí. Además. la vida que nos permite el poder es tan aburrida y mezquina, produce tantas insatisfacciones, que es posible cualquier cosa...