INTERROGAR AL FEMINISMO. ACCION, VIOLENCIA Y GUBERNAMENTALIDAD

 

Cristina Vega

 

 

Sí, yo llego a este servicio y me dicen, tienes que derivar, pero claro la persona me dice (…) por ejemplo, en un caso de violación, era muy claro, le dices tiene que ir a una policía de estas que tienen servicio a la mujer y te dicen, ya, pero es que en mi pueblo no hay, porque trabajas para toda España y si viven en un pueblo-, ya, pero está a 200 km, pues nada la mandas a su comisaría, y no va a ser lo mismo, entonces tendrás que darle unas pautas de decirle, pues tiene que hacer esto, esto y esto, pero yo eso lo digo porque quiero, y la empresa quiere que yo lo diga, pero sin embargo no me obliga a hacerlo, no me ha dado formación, con lo que si yo lo hago mal ¿que responsabilidad tengo? Tengo una responsabilidad personal, pero la empresa te puede decir esto lo has dicho tú y no estas obligada a decir eso y, de hecho, no lo puedes decir… («A la escucha», deriva guiada por Lourdes, teleoperadora, Precarias a la Deriva, Madrid, diciembre 2002)

 

 

En el Foro Social Europeo, celebrado en Florencia el pasado mes de noviembre de 2002, hemos tratado de aferrar, una vez más, el deseo de entender dónde estamos, dónde está el feminismo en relación a sí mismo, a sus movimientos históricos de corto y largo recorrido, a sus multiplicidades irreductibles e irrenunciables y a otros lugares de la política articulados en torno a lo que hoy llamamos el movimiento de movimientos[1]. Dónde estamos nosotras, activistas expulsadas por los noventa, expropiadas de la acción colectiva de masas, desmemoriadas respecto de las luchas desarrolladas a lo largo de las décadas anteriores, instaladas en la precariedad como condición existencial y precipitadas a un espacio incierto, apasionante, de reinvención política e hibridaciones subjetivas. Y quién es ese nosotras que se (re)crea en el mero de hecho de estar, como estuvimos en Florencia, de reclamar una presencia, y si debemos o no atrevernos al plural (cuando aún no nos hemos encontrado) y cómo cuando somos nosotras mismas también quienes lo nombramos.

 

Algunas compañeras han manifestado sentirse cansadas ante lo que perciben como un estancamiento o incluso un retroceso del feminismo; «seguimos siendo invisibilizadas», afirman, o «tenemos que volver constantemente sobre las mismas cuestiones». En definitiva, desde hace ya tiempo decimos las mismas cosas acerca de los mismos problemas. Pareciera que el feminismo se hubiera dicho ya y que fuera justamente a través de la recurrencia de este lamento como se consumara el género como un modelo clausurado que no alcanza a entender que nosotras siempre somos ya unas otras, que los lugares que transitamos han cambiado y que se hacen necesarias nuevas preguntas y respuestas. Este lamento se produce, además, en un contexto de supuesta falta de herramientas para la acción; la naturaleza paradójica del poder –en palabras de Judith Butler, el problema de «cómo adoptar una actitud de oposición ante el poder aun reconociendo que toda oposición está comprometida con el mismo poder al que se opone»[2]–, el fantasma de la totalización y la asunción de que no existe un afuera atenazan las capacidades propositivas del feminismo condenándonos, en el mejor de los casos, a una retórica deslocalizada que renuncia a enunciarse en posiciones particulares desde las que poder proseguir el diálogo. En este impasse se imponen la prudencia y sus aliadas: la esencialización de la experiencia, la deflacción de las diferencias en el régimen dominante del pluralismo y la diversidad, la competencia por situarse correctamente en la abigarrada escala de la opresión o el escapismo o el repliegue al refugio (cada vez menos seguro) de las «cosas de mujeres».

 

Se podría decir que a esta intuición certera acerca del retroceso le falta dos cosas: una estimación de la travesía del feminismo orientada a analizar las mutaciones históricas de las relaciones sexuadas –en la familia, en el mundo laboral, en la reproducción, en el acceso y la crítica a la educación, en la sexualidad, etc.– que se han desatado a lo largo de las dos últimas décadas y contra las que es preciso pensar nuestros presentes, y una percepción micropolítica capaz de captar las modificaciones del sensorium, de los hábitos y de los desplazamientos subjetivos de género que nos constituyen, que constituimos. Le falta además reconocer algunas aportaciones que desde los propios análisis y prácticas feministas han modificado a lo largo de los últimos años los modos de comprensión de la realidad. Las identidades como procesos complejos de articulación irreductibles al género, el descentramiento del sujeto masculino pero también de un sujeto mujer constantemente naturalizado a través de las tecnologías del género[3], la teorización de la experiencia corporeizada como fundación de un nuevo materialismo alejado de las abstracciones androcéntricas perpetradas por el liberalismo pero también por el marxismo, las epistemologías situadas como principio para una nueva objetividad ética, las alianzas como operaciones radicales de las diferencias y las figuraciones como artefactos híbridos de la política-ficción son algunas de ellas. Ontología, epistemología y política para una metodología de las oprimidas, por emplear la expresión de Chela Sandoval[4], que apenas ha asestado sus primeros zarpazos.

 

 

Tránsitos

 

Frente a la idea del retroceso –vuelta a donde estábamos anteriormente– como mecanismo para describir el momento actual del feminismo propongo la del tránsito, que desde mi punto de vista ilustra de un modo más adecuado los desplazamientos desacompasados que el feminismo experimenta al tratar de leer las posiciones recombinadas de las mujeres en el mundo globalizado.

 

El tránsito atañe tanto a los cambios en las vidas de las mujeres –que migran, que intentan incorporarse al mundo laboral, que lo consiguen a duras penas y en condiciones desventajosas, que tienen que conciliar vínculos y exigencias al precio de una gran sobrecarga, que se quieren pensar como sujetos autónomos pero dependen de sus progenitores, etc.– que el feminismo aspira a comprender como al descubrimiento, en nuestras reflexiones, de que la materia viva de la que están hechos estos cambios, las identificaciones híbridas que producen –lesboprecaria, madre-solaperiférica, transmigrante, etc.– y, por consiguiente, los modos de análisis que precisan resultan enormemente complejos y exceden a las categorías estabilizadas del feminismo hegemónico.

 

Una de las claves para entender esta multiplicación de operaciones de recombinación que nos empujan a transitar por territorios inciertos se refiere al modo en el que los imperativos económicos que hoy determinan la vulnerabilidad, la sobrecarga de trabajo y la movilidad obligada intiman con decisiones que conciernen a la sexualidad, a la composición de los hogares, a la adecuación de los estilos y ritmos de vida o a las decisiones reproductivas. De algún modo cabría hablar de un grado de integración mayor entre lo que tradicionalmente hemos considerado trabajo productivo y reproductivo, este último, en el sentido clásico de trabajo doméstico y de cuidado y en otro mucho ampliado que incluye las regulaciones inscritas en los cuerpos o lo que algunas autoras llaman la «vida personal»[5]: la producción social entre sujetos y los procesos de (auto)producción de/en los sujetos.

 

Alejándose de las teorías de los sistemas duales o de las jerarquizaciones propias de los debates marxistas de los 70, Donna Haraway ha acudido a las imágenes planas del circuito integrado y la informática de la dominación para cartografiar de un modo sugerente la reordenación de las conexiones entre los hogares, las sexualidades, los empleos, las modalidades de gobierno, las manifestaciones culturales o las prácticas médicas y tecnocientíficas[6]. De acuerdo con esta perspectiva, las conexiones son múltiples en función de la clase, el género, la etnicidad, la proveniencia o la edad, pero están todas ellas atravesadas por modulaciones variables e incorporadas de la explotación en todo lugar[7]; se trata, como advierte Haraway, de un nivel de ensamblaje intensivo sometido a un fuerte estrés. Lo cierto es que estas modulaciones hacen necesaria aunque difícil, una intervención conjunta que ataque a los distintos centros desde los que hoy se organiza la dominación.

 

Así pues, cabría pensar los tránsitos en distintos niveles. Estos se refieren, en primer lugar, a las exigencias de movilidad en el capitalismo; las que empujan constantemente a la teleoperadora, a la joven enfermera o a la migrante en sus travesías vitales estratégicas. Los tránsitos aluden, en segundo lugar, a la confusión de las demarcaciones existenciales e identitarias del dentro y fuera, de lo público y lo privado, del trabajo y la existencia, de lo propio y lo ajeno en un continuum biopolítico que desafía las categorías –identidad, integración, igualdad, emancipación, etc.– con las que pensar la realidad. Finalmente, los tránsitos tienen que ver con una travesía histórica en el feminismo, que se enfrenta hoy a un conjunto de discontinuidades que nos fuerza a un cambio en el pensamiento y en la acción. Para desplazarnos por esta topografía irregular es preciso recuperar el impulso genealógico[8], establecer líneas de ruptura y continuidad con respecto a nuestras historias pasadas.

 

En el presente texto trataré de aproximarme a algunos de estas travesías refiriéndome, en particular, a la cuestión de la violencia contra las mujeres. La modificación del tratamiento de la violencia en el ámbito público a lo largo de las últimas décadas ilustra, junto a las políticas orientadas hacia lo que la Comisión Europea denomina conciliación de la vida familiar y laboral, expresión que evoca vagamente los problemas reproductivos que hoy suscita la división sexual del trabajo en la era de la flexibilidad y la precariedad, uno de los ámbitos más activos en el gobierno de las relaciones de género. La transformación de la violencia en problema social pone de manifiesto, asimismo, los desplazamientos que ha experimentado la acción feminista en relación a lo que Foucault denominara la gubernamentalidad. La incesante proliferación discursiva, en el campo jurídico, en el de los saberes especializados y en el comunicativo, ha contribuido en los últimos años al desplazamiento del protagonismo feminista afianzando simultáneamente una práctica administrativa dirigida fundamentalmente a la domesticación simbólica y a la regulación de trabajos, afectos y vida cotidiana.

 

Así pues, hablaré de violencia en dos sentidos: como terreno en el que podemos leer las modificaciones a las que he aludido anteriormente y como lugar de condensación de las nuevas tecnologías de gobierno.

 

 

El deseo de la ley

 

En el Estado español, donde la memoria de la dictadura y el análisis de la transición continúan siendo cuestiones[9].  impracticables, la transformación de la vida de las mujeres y el modo específico en el que ésta se imbricó con las luchas por los derechos civiles constituye un episodio fundamental en los relatos feministas de este período

 

Este proceso de cambio, que ya se había extendido en otros países europeos, no se limitó, desde luego, a reclamar la igualdad con los hombres, sino que inauguró una política creativa –entretejida con la contracultura, con la crítica a las instituciones heredadas de la dictadura y con la tematización de la sexualidad– que se inmiscuyó irreverente en las alcobas abordando la cotidianeidad como un continuum atravesado por el poder. Este planteamiento trastocaba irremisiblemente las segmentaciones propias de la modernidad, especialmente la que escindía en la teoría política y en la ordenación social la esfera política de lo público y la esfera natural de lo privado. Las feministas indagaron las potencialidades de lo común en la autoconciencia, es decir, en una conciencia sujeta pero no sobredeterminada, y cuestionaron la composición de las representaciones dominantes (por ejemplo, en los mitos de la feminidad) y del propio placer en la normatividad difusa de la existencia toda. La sexualidad y las políticas del cuerpo[10], de una parte, y las aportaciones feministas marxistas sobre el trabajo de las mujeres en los análisis sistémicos del patriarcado y el capitalismo protagonizaron los debates de aquel período.

 

En este contexto, que es el de la década de los 70 y los 80, se perfilaron en el feminismo dos ejes estrechamente imbricados: el de los derechos y el de los deseos. La tensión productiva entre ambos impulsos, el que desata la experiencia en un proceso de subjetivación que desborda los fines normalizadores (y que muchas feministas ubican en la sexualidad) y el que la articula mediante los derechos, se ha resuelto, finalmente, a favor de este último, asentando una visión progresiva de la libertad en la historia según la cual la destrucción del orden patriarcal se interpreta, cada vez más, de acuerdo con un programa de modificaciones legales y jurídicas ya conformadas (como el propio patriarcado) que traerían consigo un cambio irreversible en las relaciones de género.

 

Así, si bien en un comienzo los cambios legislativos fueron considerados como la expresión de campos de resistencia y antagonismo en lo social, hacia finales de los 80, y en muchos casos gracias a la creciente labor legitimadora de las instituciones internacionales, más propicias a las declaraciones de principios y menos comprometidas en los conflictos locales, las formulaciones legales que afectan a las mujeres –sobretodo en el terreno de la violencia– pasan a representar un elemento clave de la pedagogía social de género, es decir, un motor de sensibilización en unas sociedades en las que los estados llevan ya la delantera en lo tocante a la producción simbólica al codificar la liberación en términos de igualdad planificada.

 

En el Estado español, las batallas políticas en torno a la violencia que culminaron en 1989 con la reforma del Código Penal heredado del franquismo, se saldaron con un repliegue del movimiento feminista, que asumió la ley como horizonte último de la política. A esto se sumó una intensa intervención institucional llevada a cabo por el PSOE y dirigida a supeditar la acción de los grupos de mujeres, fundamentalmente a través del sistema de subvenciones[11], a la iniciativa estatal, más interesada en la legitimidad política y la gestión de lo social que, cómo no, en la transformación y la reinvención de la acción de los movimientos y de la ciudadanía en su conjunto. Sobre este transfondo, la enunciación de la violencia ha pasado progresivamente a formularse como «un problema de estado».

 

El efecto de esta descompensación en la capacidad deseante del feminismo durante los 90 propició que los derechos (humanos) de las mujeres se conformaran en el imaginario colectivo como un catálogo más o menos acabado y, en este sentido, consumado o consumable cuya consecución se hacía depender exclusivamente del curso irrevocable de la teleología democrática. A un lado quedó lo inaferrable de las actuaciones excesivas del cuerpo contra-puesto, así como la crítica al carácter necesariamente constrictivo de toda segmentación, de toda regulación, siempre acechada por su momento no normativo, por los estallidos inauditos e ingobernables desde los que se que apuntarían nuevamente los límites y la caducidad de las legislaciones existentes.

 

Las políticas queer de mediados de los 90 recuperaron, en parte a causa de la irrupción del sida como gran dispositivo de normalización social contra las desviaciones, este pulso dinámico de derechos y deseos, transformándolo en un campo de experimentación performativa en el que ejercitar una función constante de extrañamiento entra la norma, solidificada también, aunque no sólo en el derecho, y sus ejecuciones vivas, entre la ley y los comportamientos sociales.

 

Al estado concierne salvar una y otra vez este salto, acudiendo para ello a los mecanismos jurídicos y de representación cuyo resultado son, como señaló Foucault, la propia producción de los sujetos (con género) a gobernar[12]. En lo tocante a la violencia contra las mujeres, gracias a la preeminencia de los aparatos jurídicos y administrativos, el estado ha consumado a finales de los 90 su aspiración de asentarse como marco de inteligibilidad exclusivo de la dominación de género: el estado se ha situado finalmente de parte de las mujeres transformado la inscripción del poder de los hombres en el cuerpo de las mujeres en un problema de gestión individualizada del maltrato visible/existente necesariamente mediada por los dispositivos –casa de acogida, centro integral, teléfono de atención, etc.–  y los saberes –estadísticas, catálogos de buenas prácticas, declaraciones, protocolos, etc.– diseñados a tal efecto.

 

La ley, en esta ocasión en su vertiente securitaria, no sólo se dibuja como horizonte posible, sino como horizonte deseable para las mujeres. El giro penal en las cuestiones relativas a la violencia, con su énfasis en el sistema de sanciones y en la mediación obligatoria de los agentes judiciales, se convierte en un instrumente preventivo o incluso de erradicación de la violencia. La nueva legitimidad del sistema penal como instrumento de liberación de los coletivos más desfavorecidos es un rasgo de algunos discursos feministas que curiosamente se aproximan a los mensajes políticos conservadores sobre el aumento de la criminalidad. En ellos vemos actualizarse el imaginario ya clásico de la protección de las mujeres y los ciudadanos. El nuevo lenguaje de la violencia doméstica, privado de su crítica radical a la institución familiar y sometido a una difuminación creciente del entramado de las relaciones de poder entre hombres y mujeres, se agrupa en la actualidad sin ningún pudor junto a la extranjería, la delincuencia y el terrorismo; en el Estado español, esta tendencia ha cobrado forma en los célebres planes anticriminalidad. Los discursos de tolerancia cero, tan evocados por algunas corrientes del feminismo, constituyen, en este sentido, la expresión popularizada de una orientación represiva de inspiración estadounidense que aspira a traducir los problemas sociales y políticos a cuestiones de defensa, seguridad, reclusión/expulsión y castigo.

 

Así pues, la andadura feminista que forzó el aparato jurídico introduciendo nuevos valores, como la «libertad sexual» o la «integridad moral», que tomaban en cuenta la singularidad de los sujetos-ciudadanos, se ha descompensado definitivamente a favor de una política desplazada hacia el control (punitivo) y la gestión (diferida y de emergencia) de un conjunto más o menos coherente de excepcionalidades. La proliferación del derecho penal, frente al civil, las limitaciones que éste impone, por ejemplo en el caso de las mujeres inmigrantes sin papeles[13], o la falta de imaginación a la hora de afrontar la violencia como un asunto relativo a la sociabilidad común –como lo fue cuando el feminismo ideó la acogida como parte de las redes de apoyo entre mujeres– ponen de manifiesto la estratificación del derecho y la extenuación del deseo.

 

En términos generales, la rigidez y maleabilidad de los derechos –¿cuántos serían todos y para todas?– nos sitúa hoy nuevamente ante las asimetrías que para los distintos sujetos conlleva la ciudadanía estrangulada (en el matrimonio, la nacionalidad, la reunificación familiar, la adopción, el aborto, la reproducción asistida, el registro de la identidad sexual, la herencia o el ejercicio autodeterminado de la prostitución) y la flexible (fundamentalmente en el campo del trabajo y de los flujos financieros y comunicativos). El desequilibrio histórico entre la proliferación de los deseos y los derechos a favor de estos últimos en su vertiente más punitiva y excluyente pone de relieve al papel cambiante del estado y las limitaciones del feminismo a la hora de imaginar un ámbito de alianzas y reconocimiento que graviten en torno a otros centros y desestabilizen una y otra vez las regulaciones que distribuyen legitimidad y titularidad entre los distintos sujetos.

 

 

Más allá de «la liberación posible»[14]

 

Lo cierto es que la generalización del feminismo a lo largo de las últimas dos décadas con sus gestos masivos, más o menos perceptibles, más o menos colectivos y organizados, de fuga[15] –fuga matrimonial, fuga de la maternidad como destino, fuga de la norma heterosexual, fuga intelectual, fuga de la autoridad religiosa y paterna, fuga de la madre-patria, etc.– ha tocado techo en tanto imaginario emancipatorio de la liberación posible. Esto no significa que se haya realizado plenamente, tal y como ponen de manifiesto las leyes que regulan el aborto o las diferencias salariales en la mayoría de los países europeos, sino, más bien, que se ha instalado como afirmación unilateral del «a mi tú no me pones la mano encima». A ello han contribuido de modo significativo las manifestaciones culturales puestas en circulación por las mujeres, manifestaciones que en la actualidad se están viendo contestadas por una nueva ola conservadora en el ámbito de la representación y por el imaginario de parodia feminista competitiva «a la Nike».

 

En relación a este ciclo de la segunda ola que hemos empezado a dejar atrás cabría destacar varios rasgos que componen, en realidad, una suerte de balance extremadamente parcial.

 

El primero se refiere a la capilaridad del feminismo en tanto idea común de autodeterminación femenina que ha ido generalizándose a distintos sectores de la sociedad aunque estos no se autodefinan necesariamente como «feministas»[16]. Uno de los elementos más relevantes de esta extensión es el carácter individualizador que en adelante tendrá para muchas mujeres la posibilidad de conformar su propio destino. La concepción liberal de la independencia y la libre elección desencarnada asoma nuevamente en esta identificación, en esta ocasión, en un escenario en el que la emancipación se ha introyectado como capacidad de éxito social oportunista. El sentimiento de inseguridad, aislamiento y, en particular, de sobrecarga conforman la otra cara, siempre al acecho, en las tareas de gestión de una existencia no autoritaria.

 

Las representaciones de las mujeres y de lo femenino elaboradas desde los medios de comunicación han tenido un influjo decisivo a este respecto. Han logrado consolidar una redefinición de los términos en los que el feminismo había comprendido, entre otros, el fenómeno de la violencia, al actualizarlo en el régimen comunicativo del reality show[17]. Las características de esta redefinición, de la que han participado también las sucesivas campañas de sensibilización, son: (1) el surgimiento de la categoría mujer maltratada como un perfil específico, con un acusado componente de clase y etnia, extrañado con respecto al resto de las mujeres, (2) su inclusión victimizada en el paradigma de los excluidos y asistidos, (3) la reducción del campo de la violencia, atomizado en la espectacularización de la agresión física pero por encima de todo de la muerte, (4) la simplificación de las causas, los recorridos y las fugas que, en la actualidad, aparecen condensadas en torno al momento de la denuncia y (5) la difuminación de las relaciones de poder entre mujeres y hombres y su reemplazo por otros marcos de comprensión como el intrafamiliar, que remiten en último término a la existencia de unidades disfuncionales que habrán de ser sometidas un minucioso examen y, en ocasiones, a la propia intervención de la televisión hiperrealista.

 

El caso de la violencia representa, en realidad, una porción mínima, si bien significativa, de un proceso más vasto en el que están implicadas distintas tecnologías de gobierno de género dirigidas a suscitar el extrañamiento y la desidentificación entre individualidades femeninas capacitadas o discapacitas para la gestión sus vidas privadas. Junto a esta visión individualizadora se refuerza la impenetrabilidad de las formas aberrantes de la dominación y el sentimiento de estar asistiendo a una excepcionalidad permanente aunque controlable.

 

 

Acción feminista y gubernamentalidad

 

El segundo rasgo que me gustaría destacar, y al que ya me he referido al hablar de la proliferación de las regulaciones penales en el ámbito de la violencia, se refiere al protagonismo creciente del estado y sus agencias en lo que atañe a las políticas de género, articuladas en sus aspectos más propagandísticos –los menos populares pasan frecuentemente inadvertidos a través de medidas que aparentemente nada tienen que ver con las mujeres– en los célebres planes de igualdad. En escasos años, el estado ha pasado de ser un agente antagonista para el feminismo, que tradicionalmente ha criticado su complicidad en la opresión de las mujeres, a un garante de la libertad de las mismas. Su intervención se enfrenta, por un lado, a algunos hombres que aún se resisten al cambio y, por otro, a lo que se presenta como un código patriarcal difuso, evocado mediante el lenguaje de la lacra o el drama, envuelto en un proceso de descomposición irreversible.

 

Las nuevas modalidades gubernamentales han visto en el feminismo una importante fuente de legitimidad en su apelación a la protección de las mujeres frente a los violentos. Han incorporado, además, aunque sólo sea mediante declaraciones, la necesidad de armonizar las relaciones entre mujeres y hombres en el escenario conflictivo de la reproducción flexible. Esto se produce en un periodo inestable en lo tocante a la natalidad y al envejecimiento de la población nacional, al modelo de familia y empleo típicos, a la titularidad de los derechos regulados mediante uniones legales (es decir, homologables según la sexualidad y la proveniencia), a la transferencia del cuidado hacia las mujeres inmigrantes y al trasvase parcial de trabajo gratuito desde ciertos hogares hacia el empleo precario feminizado. En el presente, la puesta a punto u optimización de la familia o, en una formulación más neutra, de las unidades domésticas (por ejemplo, a traves de las llamadas parejas de compañeros), representa un reto deliberadamente silenciado para la intervención de los estados.

 

El gobierno, tal y como lo entendía Foucault, es decir, en sus tres acepciones de actividad práctica que tiene el propósito de conformar, guiar o afectar la conducta de una misma y/o de otras personas, racionalidad política y tecnologías de gobierno, se caracteriza hoy por el paradigma conformado en torno a lo que algunos autores denominan la gestión de la emergencia y al gobierno a distancia[18]. El tratamiento público de la violencia nos sirve nuevamente como caso y lugar estratégico de esta modalidad administrativa. El tratamiento de la violencia en el Estado español ha entrado de lleno en un período en el que la privatización, la minimización y la externalización de las políticas sociales son el paradigma dominante en el marco de los cambios del estado-nación y la ofensiva neoliberal.

 

De acuerdo con esta nueva racionalidad, el estado «está obligado a economizar su propio ejercicio de poder» acudiendo a la movilización permanente de su conocimiento sobre los individuos; «la regulación será en gran medida obra de agentes no estatales»[19]. El nuevo gobierno se sirve de técnicas que crean una aparente distancia entre las decisiones de las instituciones políticas formales y otros actores sociales más autónomos que, como las asociaciones de mujeres, vienen encargándose desde mediados de los 80 de la asistencia a las mujeres animadas por la idea de que lo que les sucede a éstas es un grado específico de lo que de uno u otro modo sucede a la mayoría. Estas asociaciones, creadas al calor de la militancia feminista, se están enfrentando a un choque de racionalidades que ha sustituido la motivación política de partida por una lógica dominada por las subvenciones y los súbitos virajes en la orientación administrativa. Apoyándose en este impulso de autonomía civil, el estado externaliza y precariza gran parte de la atención generando un vínculo más cómodo y ágil que descansa, además de en las asociaciones, en un sin número de empresas subcontratadas con fuerza laboral femenina (cualificada, voluntarista pero barata) que van rotando el tipo de servicios ofertados: hoy mujeres golpeadas, mañana ancianas y pasado mañana jóvenes consumidores de alcohol. El compromiso, la empatía, la creatividad y la responsabilidad de las trabajadoras de estos centros, pisos tutelados, teléfonos de atención, etc., hará el resto.

 

Indudablemente, las intervenciones estatales en este terreno no pretenden acabar con la violencia, ni siquiera paliar sus consecuencias, sino limitar sus manifestaciones más brutales, aquellas que en el plano simbólico representan los aspectos más llamativos de un orden de género profundamente opresivo que se aborda, como veíamos al aludir al régimen televisivo, en términos de emergencia, es decir, como un conjunto más o menos coherente de excepcionalidades. Esto se puede ver claramente en el diseño de los dispositivos de acogida, que  siguiendo el ejemplo de otras instituciones de encierro, se han convertido en unidades que, condicionadas al proceso de juridización, aíslan a las mujeres de sus entornos vitales. La casa de acogida se convierte así en una auténtica pantalla psicológica que sirve en gran medida para disolver la importancia de otros aspectos, entre los que se sitúan las condiciones materiales que facilitarían la independencia de algunas que han sufrido malos tratos. Las medidas de carácter económico son, de modo significativo, las grandes ausentes en el debate sobre la violencia. De contemplarse, como ha ocurrido recientemente en el caso español, se recurre al sistema de incentivos, algo que el gobierno no se cansó de esgrimir durante la pasada huelga general del 20 de junio,  desde el que, como sabemos, no se hace sino fomentar los empleos flexibles, sin derechos y con bajos salarios para las mujeres.

 

 

«… de parte del estado»

 

La modificación de las tecnologías de gobierno ha ejercido, a su vez, una enorme influencia sobre lo que constituye el tercer elemento que me gustaría destacar en este balance provisional: el que concierne a los cambios de la acción feminista.

 

En la actualidad, ésta está hegemonizada por el lobby o grupo de presión, que ha asumido la capilaridad del feminismo y las prácticas institucionales y laborales de fragmentación, y trabaja a destajo desde la universidad, la ONG, las empresas de consultoría y formación o el sindicato elaborando listas, proyectos, servicios, redactando informes, viajando a Bruselas o montando alguna que otra concentración. La integración y el isomorfismo entre la práctica estatal de parte de las mujeres y la acción feminista de parte del estado ha sido el resultado, por un lado, de la estrategia de cooptación, fragmentación e incluso aniquilación de los movimientos sociales a la que me he referido anteriormente y, por otro, del éxito de las tecnologías del gobierno liberal avanzado, en especial, las que se dirigen específicamente a las mujeres o tematizan la diferencia sexual, como sucede en el caso de la violencia o, por poner otro ejemplo, las que abordan la prostitución, y las que se dirigen al conjunto de la población pero tienen una especial incidencia sobre las mujeres, como sucede con las políticas laborales y de conciliación.

 

El disciplinamiento de la acción feminista en las universidades, en los programas asistenciales, en el tercer sector y en el mercado de trabajo han sido una componente esencial de este tránsito hacia lo que Foucault denominó gobierno de la individualización[20].

 

 

Lo privado productivo

 

Finalmente, el cuarto rasgo se refiere a la adecuación de los procesos de valorización impulsados por el feminismo, que además de haber socavado las componentes más autoritarias de la dominación de género, han contribuido a visibilizar y afirmar las cualidades subjetivas de la reproducción en tanto producción de valores e individuos con género socialmente aptos, la naturaleza «expresiva» (no esencial) y contingente del género y las potencialidades de otras formas de vida al margen de la familia heteropatriarcal. El momento de condensación de todo ello ha quedado plasmado en el eslogan «lo privado es político». La importancia de esta invención ha adquirido en el presente un carácter ambivalente que es preciso desgranar.

 

En primer lugar, no ha logrado construir un imaginario lo suficientemente atractivo como para arrastrar a un mayor número de mujeres hacia otras formas de vida (colectiva). (¿Por qué, nos hemos preguntado repetidamente, tienen que morir Thelma y Louis al final de la película?). La crítica radical a la familia nuclear heteropatriarcal como modelo de relación aceptable y/o viable o la complicidad de los estados en las transformaciones del modelo de trabajo desregulado han pasado, en los discursos feministas de los 90, a un segundo plano. Por otro lado, la fascinación que ejercen las actuaciones subversivas de género no han dejado de convertirse en materia viva para el mercado de productos materiales o inmateriales dirigidas a las clases profesionales heterosexuales y homosexuales emergentes. En este sentido, las políticas feministas y queers aún tienen pendiente la tarea de elaborar una crítica y una intervención encaminada a desequilibrar y desplazar (¡producir no es suficiente!) los deseos y las diferencias sexuadas, constantemente pacificadas bajo el signo de la coexistencia y la libre elección en el supermercado.

 

En segundo lugar, las constricciones que condicionan la independencia económica de las mujeres se han visto parcialmente acentuadas gracias a la integración de las capacidades y habilidades sociales privadas, incluido el amor[21], en el postfordismo. Lo privado se ha tornado verdaderamente productivo en todo el planeta; las cadenas mundiales de afecto[22], en las que participan muchas migrantes que transfieren remesas pero también cuidado y sociabilidad a las niñas y niños del Primer Mundo así lo atestiguan. Por otra parte, las propuestas de valorización encarnadas en la sociedad civil recombinada en el tercer sector, defendidas por algunas feministas por sus virtualidades para la acción política[23], son, cuando menos, una herramienta de doble filo debido a su dependencia política y económica con respecto a las instituciones y al tinglado empresarial[24].

 

En cualquier caso, no cabe duda que estos procesos han dado lugar a un espacio de indecibilidad a partir del cual es preciso hoy reinventar la acción feminista. El imaginario de la joven precarizada que no quiere atarse de por vida a un trabajo fijo, no pudiendo ser nombrada ni por su estado civil, ni por su formación, ni por su categoría profesional, apenas por su empresa virtual, o el de la migrante, que además de experimentar la doble responsabilidad que en adelante descansa sobre sus espaldas, se presta a experimentar con las potencialidades del desplazamiento, son ejemplos del vínculo paradójico de las nuevas subjetividades femeninas en la economía global.

 

Nos hallamos, entonces, ante manifestaciones de una agencia histórica que habita en el tránsito entre, de una parte, la autodeterminación como condición individual (en el trabajo flexible, a tiempo parcial, casero), de otra, la libre elección en lo que se refiere a la identidad sexual y a la disposición del afecto y la convivencia y, finalmente, las jerarquizaciones de género, raza y sexualidad que fijan a cada paso las aristocracias y las subalternidades existenciales.

 

Los procesos de valorización: visibilización (de lo doméstico con y sin salario, del trabajo sexual, de aspectos tan difusos como la inteligencia emocional, el trato personalizado, la disponibilidad o las estilizaciones corporeizadas en la sexualidad, la medicina o la alimentación), producción (de nuevos derechos en el ámbito de la extranjería, de la identidad sexual, del parentesco, etc.) y desplazamiento (expresado por las formulaciones feminista «situar la reproducción en el centro» o «hagamos de nuestros deseos, nuestros saberes y nuestros afectos un desorden global» o por la desobediencia masiva pero callada e individualizada en el ejercicio del derecho al aborto) habrán de desencadenar, en nosotras, una apasionante reinvención política en los próximos años.

 

 

 



[1] Algunos acontemientos recientes que han puntuado y puntúan diariamente este encuentro han sido, en el FSE, el taller impulsado por Nextgenderation (www.nextgenderation.let.uu.nl) o el apasionante debate organizado por Punto di Partenza (www.puntodipartenza.org) en el que participaron mujeres migrantes y europeas de distintos países y aquí, en Madrid, el que tiene lugar con las compañeras de Precarias a la Deriva y La Eskalera Karakola (www.eskalerakarakola.org) y la reflexión sostenida con Begoña Marugán, de la que parten muchas ideas de este artículo.

[2] Véase J. Butler, Mecanismos psíquicos del poder. Teoría sobre la sujeción, Barcelona, Cátedra, 2001.

[3] Véase T. De Lauretis, Technologies of Gender. Essays in Theory, Film and Fiction, Bloomington, Indiana University Press, 1987.

[4] Véase Ch. Sandoval, Methodology of the Opressed, Minneapolis, University of Minnesota Press.

[5] N. Fraser, siguiendo a Eli Zaretsky defiende la autonomía de lo que esta autora llama «vida personal», «un espacio de relaciones íntimas que incluye la sexualidad, la amistad y el amor, que ya no puede ser identificado con la familia y que es experimentado en su desconexión con respecto a los imperativos de la producción y la reproducción». En «Heterosexismo, falta de reconocimiento y capitalismo: una respuesta a Judith Butler», New Left Review 2, 2000.

[6] Véase D. Haraway, Ciencia, cyborg y mujeres, la reinvención de la naturaleza, Barcelona, Cátedra, 1991.

[7] Un ejemplo de esta integración modificada lo proporcionan las estrategias de las jóvenes trabajadoras de Telepizza y otras chainworkers. Éstas reajustan las oportunidades laborales limitadas y la imposibilidad de que éstas aseguren su independencia económica, su autonomía con respecto a la autoridad que emana del núcleo paterno, aprovechando la flexibilidad (horaria) que les proporciona este empleo y derivando sus energías y deseos de independencia hacia actividades de ocio y consumo que, como la «fiesta», un espacio muy problemático en lo que se refiere a la autoridad en las relaciones de género, atomizan en la actualidad la sociabilidad autodeterminada de muchas jóvenes.

[8] Véase R. Andrijasevic y S. Bracke en este número.

[9] La siguiente periodización puede ayudar a ubicar las luchas feministas recientes en el Estado Español en lo que atañen la cuestión específica de la violencia: (1) de 1975 a 1984, que podemos definir como un periodo de lucha por la igualdad y los derechos civiles, (2) de 1985 a 1989, momento centrado en la defensa de la libertad sexual y el derecho al propio cuerpo que culmina, en lo que se refiere a la violencia, con la modificación del Código Penal y (3) hasta 1995, años en los que de luchar por la libertad sexual se pasó a defender la integridad; el asesinato y violación de las niñas de Alcásser determinó en gran medida la transición en los discursos feministas durante esta fase. Cada uno de estos períodos se relaciona con distintos momentos del tránsito público de la violencia: la invisibilidad e indecibilidad de la violencia, la violencia en su vinculación con los derechos y las libertades, la violencia como delito y, finalmente, la violencia como campo de gestión, Véase B. Marugán y C. Vega, «El cuerpo contra-puesto. Discursos feministas sobre la violencia contra las mujeres», en Bernárdez, A. (Comp.) La violencia contra las mujeres. Una cuestión de poder, Ayuntamiento de Madrid. 2001 (www.cholonautas.edu.pe/genero.htm).

[10] Reflexionando acerca de las limitaciones del discurso feminista en el análisis del poder en relación a los cuerpos, S. Bordo se refiere al feminismo de finales de los 60 y de los 70 utilizando la metáfora del territorio colonizado que más tarde se transformaría en inscrito. «Dicha imaginación acerca del cuerpo femenino era la de un territorio socialmente conformado e históricamente 'colonizado', no la de un lugar de autodeterminación individual. Aquí, el feminismo invirtió y transformó la vieja metáfora del 'cuerpo político', que se encontraba en Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Maquiavelo, Hobbes y tantos otros, por una nueva metáfora: 'la política del cuerpo'. En la vieja metáfora del cuerpo político, el estado o sociedad era imaginado como un cuerpo humano, con diferentes órganos y partes que simbolizaban diferentes funciones, necesidades, componentes sociales, fuerzas, etc. (...) Ahora, el feminismo imaginaba el propio cuerpo humano como una entidad inscrita, con una fisiología y una morfología conformada y marcada por historias y prácticas de restricción y control que iban desde el vendaje de los pies y el encorsetamiento hasta la violación y el maltrato, desde el mandato de la heterosexualidad, a la esterilización forzada, el embarazo no deseado y (en el caso de las esclavas afroamericanas) la mercantilización explícita», (pág. 251).«Feminism, Foucault and the politics of the body», en J. Price y M. Shildrick, Feminist theory and the body. A reader, Nueva York, Routledge 1999.

[11] Véase M. Ayllón, «Ética y estética: aportes feministas a los movimientos sociales», Jornadas Feministas, Córdoba 2000, Feminismo es y será, Universidad de Córdoba, 2001.

[12] Tal y como lo ha expresado recientemente J. Butler: «Its regulations [las del estado] do not always seek to order what exists but to figure social life in certain imaginary ways. The incommesurability between state stipulation and existing social life means that this gap must be covered over for the stato to continue to exercise its authority and to exemplify the kind of coherence that it is expected to confer on its subjects. As Rose reminds us, ‘It is because the state has become so alien and distant from the people it is meant to represent that, according to Engels, it has to rely, more and more desperately, on the sacredness and inviolability of its won laws» (pág. 15), «Is kiship always already heterosexual?», Differences, 13.1, 2002.

[13] Véase Malika Abdelaziz, «Sobre la ley contra la violencia de género y la situación de las mujeres inmigrantes» en www.mujeresenred.net/v-inmigrantes-Malika_Abdelaziz.html

[14] M. V. Abril y M. J. Miranda, La liberación posible, Madrid, Akal, 1978.

[15] Yann Moulier Boutang ha empleado la figuración de la fuga –de la plantación, de la servidumbre, del trabajo asalariado– para explicar la positividad de los sujetos frente a los aparatos de captura y el modo en el que éstos están constantemente nutriéndose y modificándose con el fin de aprehender la liberación. La historia del capitalismo, sostiene Boutang, es la historia del control de estas fugas, que van mucho más allá del trabajo en tanto avatar del sujeto y se extienden a la totalidad de la existencia cotidiana. Véase la entrevista realizada en 1999 por Stanley Grelet «El arte de la fuga» en: http://vacarme.eu.org/article15.html.

[16] No se trata aquí de lo que Ch. T. Mohanty ha denominado tesis de la ósmosis femenina, según la cual desde algunos enfoques feministas «las mujeres son feministas por asociación e identificación con las experiencias que nos constituyen como mujeres» (pág. 93), sino de pensar cómo los discursos feministas, como una tecnología de género entre otras conforma hoy las subjetividades femeninas. «Encuentros feministas: situar la política de la experiencia», M. Barret y A. Phillips (Comp.), Desestabilizar la teoría. Debates feministas contemporáneos, Barcelona, Paidós, 2002.

[17] Véase B. Marugán y C. Vega, «Gobernar la violencia. Apuntes para un análisis de la rearticulación del patriarcado», Política y Sociedad, (en prensa), http://www.cholonautas.edu.pe/genero.htm.

[18] Véase N. Rose «El gobierno en las democracias liberales `avanzadas ´: del liberalismo al neoliberalismo», Archipiélgo, n° 29 y P. de Marinis «Gobierno, gubernamentalidad, Foucault y los anglofoucaultianos (o un ensayo sobre la racionalidad política del neoliberalismo)», R. Torres y F. García Selgas (Comp.), Globalidad, riesgo, flexibilidad. Tres temas de la teoría social contemporánea, Madrid, CIS, 1999.

[19] Ibid.

[20] Véase, M. Foucault, «El sujeto y el poder», B. Wallis (Ed.), Arte después de la modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Madrid, Akal, 2001.

[21] Véase C. Vega, «Tránsitos feministas», Pueblos Revista Pueblos. Revista de Información y debate, n° 3, II, www.e-leusis.net.

[22] Véase R. A. Hochschild «Las cadenas mundiales de afecto y asistencia y la plusvalía emocional», A. Giddens y W. Hutton, En el límite, Barcelona, Tusquets, 2001 y S. Narotzky, «El afecto y el trabajo: la nueva economía, entre la reciprocidad y el capital social», Archipiélago, 48, 2001.

[23] Véase L. Benerías «Mercados globales, género y el Hombre de Davos», C. Carrasco (Ed.), Mujeres y economía, Barcelona, Icaria, 1999 y S. Sassen ¿Perdiendo el control? La soberanía en la era de la globalización, Barcelona, Bellaterra, 2001.

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