[ Principal | Ediciones | Biblioteca | Debates | Enlaces ]
 

El anarquismo ante los nuevos tiempos

Murray Bookchin

Publicado en <<Inquietudes>>, suplemento de <<Tierra y Libertad>>, México, D.F., Junio, 1985.
Tradufrien dP Tcmar7 vinv]

A menos que la sociedad se inmole en una catástrofe nuclear, nos espera una era marcada por una novedad de tal impacto que puede constituir la transformación más radical vivida por la humanidad desde la revolución industrial, o mejor dicho, tal vez desde cuando nuestros antepasados iniciaron la agricultura, milenios de años atrás.

Es cierto: no estoy exagerando la dimensión y la importancia de este cambio, más bien lo estoy subvalorando. Ya estamos experimentando los primeros efectos, con el descubrimiento de los <<secretos>> de la materia (nuclear) y de los <<secretos>> de la vida (ingeniería genética), de consecuencias incalculables, bombas de hidrógeno, y de neutrones, misiles <<inteligentes>> que pueden ser conducidos en la espalda y lanzados por un solo hombre, y en fin, estaciones espaciales, vehículos aéreos que vuelan a velocidades muy superiores a la del sonido, submarinos dotados de armas nucleares que pueden permanecer sumergidos por períodos de tiempo casi ilimitados, y un armamento terrestre de armas automáticas, medios acorazados polivalentes, potente artillería, mortales toxinas biológicas y químicas, centros de mando superelectronizados, y, aún más, técnicas avanzadísimas de vigilancia desde los satélites que pueden fotografiar a un individuo desde centenares de kilómetros por encima de él, hasta los micrófonos direccionales que pueden captar una conversación a metros de distancia a través de una ventana cerrada... Todos estos medios de control y de destrucción son tan sólo los heraldos de una técnica que será considerada primitiva dentro de una o dos generaciones. Son asimismo la prueba de que el orden social existente carece incluso de los más mínimos rudimentos necesarios en cuanto a sensibilidad moral para hacer frente a cualquier gran descubrimiento en el campo científico y técnico.

Se puede afirmar, con una seguridad confirmada por una mole de pruebas realizadas, que el capitalismo, inevitablemente, por su propia naturaleza, utilizará cada <<progreso>> técnico con objetivos autoritarios y destructivos. Y cuando digo destructivos, no me refiero sólo al destino de la humanidad, sino también a ese mundo natural del cual dependen para su sobrevivencia todas las especies en su conjunto: no existe ninguna diferencia sustancial, en este sentido, tanto si se habla de bombas o de antibióticos, de gas nervioso o de sustancias químicas para la agricultura, de radar o de comunicaciones telefónicas. Las ventajas que la humanidad puede espigar del progreso técnico son tan sólo migajas caídas de un orgiástico banquete de destrucción que en este solo siglo ha sacrificado más víctimas que en cualquier otro período histórico. La tan alabada sensibilidad hacia los valores de la vida humana, de la libertad individual, de la integridad personal es irrisoria ante el recuerdo de Auschwitz o Hiroshima. Ningún sistema social ha ofendido todo elevado concepto de civilización más brutalmente que el nuestro, que tan devotamente habla de libertad, de igualdad y de felicidad: palabras que son hoy sólo un camuflaje para la tradicional <<fe>> en el <<progreso>> y en el continuo ascenso de la <<civilización>>.

Lo que más me preocupa en este asunto no son los cambios técnicos que abiertamente amenazan nuestra sobrevivencia y la del planeta. Lo que me preocupa profundamente son las singulares condiciones a las cuales podremos <<sobrevivir>> tras nuestra capacidad de destruir a nuestra propia especie. Me refiero a las nuevas aplicaciones de los descubrimientos científicos y técnicos en el campo de la industria y de la información que pueden determinar mutaciones radicales en las relaciones sociales y en la estructura del carácter, mutaciones capaces de minar nuestra voluntad de resistencia a la dominación. Atención: ya hemos sido cambiados, social y psicológicamente, desde fines del segundo conflicto mundial, durante el cual la ciencia fue aplicada sistemáticamente a la guerra, a la industria y al control social en una medida sin precedentes en la historia. He destacado el término <<sistemáticamente>> con toda intención. La tecnología militar en la primera guerra mundial, en cuanto a mortandad, era todavía primitiva, no sólo en su potencia homicida (la guerra de trincheras era por lo menos limitada geográficamente y dejaba gran parte de la población civil al margen de portar armas), sino también por su carácter ad hoc. El desarrollo de los armamentos dependía de ocasionales inventivas, no de elaborados programas de aplicación de los principios físicos y del know how (saber cómo) ingenieril al arte de la destrucción de masas.

Por su parte, la segunda guerra mundial cambió radicalmente ese modo simple de usar la ciencia a fines militares. <<E1 proyecto Manhattan>>, que produjo la primera bomba atómica, consistió en la movilización masiva y conscientemente planificada de los mejores cerebros físicos y matemáticos disponibles, para producir una sola arma: algo similar a la movilización de masas de la población total para sostener el <<esfuerzo bélico>>. Los científicos participaron también en decisiones militares importantísimas como cuando J. Robert Oppenheimer, que era el jefe del <<Proyecto>>, le dio al ministro norteamericano de la guerra los datos decisivos para el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Hoy, este uso de la ciencia y de la ingeniería para el desarrollo de los armamentos no está vinculado por el mismo escrúpulo de moralidad e integridad científica. Si <<sobreviviéramos>> a la ilimitada potencia de la ciencia en términos de destrucción en masa, no hay nada que pueda impedir a los Estados y a sus ejércitos el invadir el espacio con los más letales sistemas de aniquilación humana y de invadir las mentes con técnica informática y métodos de condicionamiento que hacen palidecer cualquier cosa que se pueda leer en el 1984 de Orwell.

Otra cosa, asimismo preocupante, es que en los Estados Unidos, en Japón y en parte de Europa estamos asistiendo a cambios industriales que son no menos radicales que aquellos militares a que he aludido, cambios que predije veinte años atrás en Hacia una tecnología liberadora y que ingenuamente esperaba fueran al servicio de la liberación humana, mientras, por lo contrario, sirven en la actualidad al orden existente para alimentar el dominio del hombre sobre el hombre.

Me refiero a una amplia reestructuración de toda la economía sobre bases electrónicas, a un género de revolución industrial del todo nueva que amenaza con sustituir el mismo aparato sensorial humano con aparatos mecánicos electrónicamente guiados. Se debe tener en cuenta que estamos apenas en los primeros pasos de una serie de <<progresos>> técnicos que convertirán en obsoleta tanto a la fábrica y a la oficina, como a la hacienda agrícola tradicional, que alimentarán la centralización política y potenciarán el control policíaco, para no hablar del condicionamiento dirigido hacia los medios masivos de la mente y del espíritu, que alcanzará niveles inimaginables. La línea de montaje, que es tal vez la más relevante innovación industrial de la época entre las dos guerras mundiales, podía ser asociada al nombre de un emprendedor con inventiva como Henry Ford, o antes que él, con un Ely Whitney. Del mismo modo, la revolución en el ámbito de la comunicación, del transporte aéreo, de la iluminación eléctrica, del cinematógrafo, del telégrafo, de la radio eran asociados a sólo nombres personales. Hertz, Bell, los hermanos Wright, Edison, etcétera. Hoy los inventos técnicos son prácticamente anónimos. Al igual que el <<Proyecto Manhattan>>, ellos son el resultado del trabajo colectivo y sistemático de <<brigadas>> de investigadores del ejército o de las grandes empresas, que pueden producir a voluntad todo cuanto sea razonablemente necesario. No existen, por tanto, límites intrínsecos, en términos amplios, ya no importa que sistema o aparato para conseguir -o casi- cualquier fin. La palabra <<invención>> ha perdido su significado tradicional de acto personal inspirado para descubrir o crear. No es un individuo, con sus escrúpulos morales o con su sentido del bien público, que da su contribución a la innovación tecnológica. Los Henry Ford y los Thomas Edison (a pesar de todas las connotaciones negativas con las que justamente se les asocia) han dejado el puesto al Pentágono, a la General Dynamics, a la General Motors y a todas las demás entidades y empresas que se hallan al abrigo del riesgo de consideraciones éticas y sociales en el anonimato de su actuar y en la impersonalidad de su <<trabajo en brigadas>>.

Debemos tener en cuenta que estos cambios tecnológicos -y el modo como se han operado- señalan el fin de toda la historia anterior a la segunda guerra mundial, de esa historia en que se basa tanta parte de nuestra teoría. E1 sindicalismo ha compartido con el marxismo la firme convicción de que el proletariado industrial era el <<sujeto histórico>> para el derrocamiento revolucionario del capitalismo. Aunque hace tiempo que he abandonado tal creencia, por razones tanto teóricas como prácticas, encuentro más bien irónico que esta cuestión se halle destinada a perder bien pronto su relevancia, para no hablar de su validez, desde el momento que el proletariado en cuanto tal está declinando en consistencia y en importancia estratégica. Contrariamente a la expectativa sindicalista y marxista, el proletariado va declinando históricamente junto con el sistema de fábrica y con la tecnología tradicional que le dieron origen como clase. Y no se cambian sustancialmente los términos del problema ampliando las definiciones del término <<proletariado>> hasta incluir los <<cuellos blancos>> e incluso los empleados estatales: aunque para éstos se perfila una drástica reducción numérica. En los Estados Unidos, que deben asimismo emprender seriamente su <<reconversión industrial>>, los <<cuellos azules>> han descendido de un veinticinco por ciento a un quince por ciento de la fuerza laboral: declinación que previsiblemente proseguirá hasta que la clase obrera tradicional sea reducida a una exigua porción de la población.

Ya ahora, todavía, ni los <<cuellos blancos>> ni los <<cuellos azules>> muestran aquel arrojo, aquella vitalidad característica del proletariado clásico de la época precedente a las dos guerras mundiales. Es, además, interesante desde un punto de vista teórico, preguntarse si una clase obrera de herencia industrial, como aquella alemana de los primeros veinte años de este siglo, fue alguna vez revolucionaria, en comparación a una reciente clase obrera de cuño agrícola, como la española y la rusa, que vivieron la dolorosa transición de un mundo rural a uno industrial, con todos los sufrimientos psicológicos y culturales conexos con una drástica readaptación a modelos de vida altamente racionalizados y mecanizados.

La evolución de las clases

La propia historia está emitiendo todavía una sentencia que tiene más contenido existencial que cualquier teoría. Hasta para los programadores de computadoras -para no hablar de los perforadores de tarjetas mecanográficas, de los empleados de tercera y de los pequeños burócratas -se delinea una declinación en términos numéricos y en relevancia social, a consecuencia de la introducción de las conocidas como <<computadoras inteligentes>>, cuyo ulterior desarrollo a niveles de increíbles sofisticaciones es sólo cuestión de tiempo. Todo movimiento radical que base su teoría de cambio social sobre un proletariado revolucionario -compuesto solo de obreros o de obreros y empleados- vive en un mundo que se va, en el supuesto caso que haya existido, con la desaparición de los oficios y de los trabajos de raíz campesina de la Europa latina y eslava del siglo pasado.

Se me permitirá destacar que no estoy diciendo lo que digo para disminuir la importancia de ganar el apoyo de la clase laboral para un proyecto de emancipación humana, ni intento denigrar los esfuerzos en este sentido de los sindicalistas. Hoy en día un proyecto liberador que le falte el apoyo de la clase trabajadora está destinado probablemente al fracaso: los <<cuellos azules>>, y aún más si se unen a los <<cuellos blancos>>, representan todavía una considerable fuerza económica. Pero, en cuanto a eso, también un proyecto liberador que no logre atraerse a su lado a los jóvenes que componen los ejércitos de todo el mundo está asimismo destinado al fracaso.

En los parámetros temporales que definen la unidad de nuestra época, el proyecto liberador se encuentra frente a los problemas típicos de un período de transición: la exigencia de trabajar con aquellos estratos sociales en declinación que constituyen todavía elementos decisivos de mutación social; la exigencia de trabajar con estratos sociales emergentes que están convirtiéndose en factores decisivos del cambio social, como por ejemplo los técnicos y los profesionales altamente calificados; la exigencia de trabajar con los oprimidos de siempre, que siempre serán decisivos elementos potenciales de cambio social, como las mujeres y las minorías étnicas; la exigencia de trabajar con los denominados grupos <<marginales>>, categorías socialmente no bien definidas, que pueden volverse elementos decisivos para el cambio social, como la intelligentsia radical, que ha jugado un papel estratégico en todas las situaciones revolucionarias, y los individuos que escogen estilos y normas de vida cultural y sexual no ortodoxos.

El tiempo, enemigo

Pero el tiempo no juega a nuestro favor. Es muy probable que, si no nos volvemos hacia aquella capacidad de penetración intelectual, hacia aquella praxis y a aquellas formas de organización adecuadas a los problemas que hemos de enfrentar, el tiempo trabajará contra nosotros. La innovación tecnológica está avanzando a una velocidad que supera todo visible cambio en la esfera social y en la política. Antes o después, lo social y lo político deberán ser radicalmente sincronizados con lo tecnológico, de otro modo se abren en el sistema fisuras inmensas que harían palidecer la era fascista de los años veinte y treinta comparadas a lo que nos espera. El 1984 de Orwell es simple, no porque describe una sociedad completamente totalitaria, sino porque no prevé ese enorme instrumental tecnológico que hubiera hecho de Oceanía un mundo todavía más deprimente. Para comprender plenamente el alcance de la vuelta que puede tomar la sociedad, deberemos ver qué cosa espera el capitalismo, así como ver que cosa nos espera.

En primer lugar, el capitalismo debe reestructurar drásticamente su sistema político para hacerlo congruente con la evolución económica y técnica en activo. La <<democracia burguesa>>, o sea las instituciones surgidas de las revoluciones inglesa, americana y francesa, son absolutamente inapropiadas en un mundo cibernético, altamente racionalizado y dominado por las grandes empresas. La dimensión utópica de esas revoluciones, que indujo a Kropotkin a escribir su famosa La gran revolución, aún pone un límite al uso interno del poder político y militar.

E1 reciente retiro de los marines norteamericanos del Líbano, por las presiones de la opinión pública nacional, es un ejemplo casi banal. Reagan y sus acólitos hubieran querido tener manos libres en el asunto libanés, así como Johnson lo hubiera deseado para Vietnam. En ambas ocasiones debieron echar marcha atrás a consecuencia de una ola creciente de críticas por parte del público y del Congreso, críticas que fueron posibles gracias a la estructura política republicana de los Estados Unidos. Esa estructura es a su vez el producto de una revolución popular y en gran parte rural que dos siglos atrás dio al pueblo norteamericano una Carta de los Derechos y un cuadro institucional basado en la separación del poder ejecutivo del legislativo y del judicial. Es fácil destacar como esta estructura fue más libertaria en sus orígenes que ahora y que en los últimos tiempos se ha hecho más centralizada, pero lo que más cuenta, en este caso, es el hecho de que es todavía demasiado libertaria para los problemas que el capitalismo debe afrontar en el futuro y éste tratará de modificarla drásticamente para evitar que esos problemas produzcan difusos y peligrosos fermentos sociales.

¿A qué problemas aludo? Presumiblemente la tecnología cibernética, que se halla apenas en su infancia, convertirá en económicamente superflua a la mayoría de los norteamericanos que hoy trabajan. No estoy haciendo retórica. Cada decenio lleva en sí profundos cambios técnicos que van haciendo <<inútiles>> casi todo tipo de trabajo tradicional. Prácticamente toda operación conexa con la materia prima, con la manufactura, con los servicios, puede ser desarrollada, esencialmente, por aparatos cibernéticos, y, si se prosigue la lógica del capitalismo, esta sustitución será una realidad. Aunque algunos millones de personas queden todavía de alguna manera implicadas en estas operaciones, ellas constituirán los <<márgenes>> de la economía, no su núcleo. Debemos enfrentarnos al hecho de que es posible una tan imponente sustitución del trabajo humano, así como que es inevitable si el capitalismo sigue su curso. Ignorar esa posibilidad significa meter la cabeza bajo tierra como la proverbial avestruz... hasta que nos hayan arrancado todas las plumas, una tras otra.

¿Qué cosa significa existencialmente esa ilimitada revolución tecnológica?. Significa que el capitalismo deberá afrontar el problema de los innumerables millones de personas que, desde el punto de vista burgués, no contarán con ningún puesto en la sociedad. Nadie de nosotros, militantes de los años treinta, se había imaginado como posible la <<solución final>> de Hitler para los hebreos y sus planes demográficos para exterminar gradualmente millones de eslavos de las regiones orientales, destinadas a ser recolonizadas por poblaciones de lengua alemana. Sin embargo, Auschwitz se convirtió en el testimonio terrorífico de la realización de lo que parecía <<fantasioso>>. Ningún movimiento radical -socialista, anarquista o sindicalista- hubiera podido jamás prever tal desenvolvimiento en una nación evidentemente civilizada de Europa. Y todos aquellos de nosotros que recordamos aquel tiempo debemos admitir que salimos de la guerra como de un infierno, totalmente trastornados por sus horrores.

Hoy y en los años por venir, ese mismo capitalismo que ha producido un Hitler es seguramente capaz de producir instituciones que acaben con la población superflua, sin importar cuán numerosa y recalcitrante pueda ser. ¿Padeceremos cualquiera otra estrategia genocida similar a la de Hitler? No excluyamos demasiado fácilmente una <<solución>> que ya ha sido dada en el pasado. Los métodos pueden ser más indirectos, como los actuales sistemas chinos de <<control demográfico>> o el escandaloso sistema de esterilización forzada impuesto por Indira Gandhi. O puede presentarse una solución de tipo parasitario, como el sistema de la Roma clásica, que transformó una buena parte de los ciudadanos de la República en inútiles consumidores. No lo sé. Y por fortuna el peso de mis años tal vez me permita no llegarlo a saber.

Lo que sí sé es que la <<democracia burguesa>> se percibe ya como anacrónica para los sectores más <<avanzados>> de la burguesía. Sé que viene dándose la máxima prioridad para una modificación gradual de su estructura institucional, pieza tras pieza. Por ejemplo, tan sólo el voto de dos estados de la Unión preserva hoy a los Estados Unidos de una Asamblea constituyente, la primera desde aquella de 1787, y es un detalle escalofriante para cualquiera que crea en las libertades civiles. Por otra parte, se han presentado enmiendas para extender el mandato presidencial de cuatro a seis años. La reestructuración del Estado <<democrático burgués>> está a la orden del día en casi todos los países industrializados del mundo. Lo único que detiene al capitalismo para la totalitarización completa de esos países es el enorme peso de las tradiciones que, en todas las partes del Occidente, frustra al poder ejecutivo, y en particular la tradición libertaria de los Estados Unidos, con su énfasis sobre los derechos individuales, sobre la autonomía, sobre el control local, sobre el federalismo. Además, también los cotidianos conflictos internos en el seno de la propia burguesía tienden por ahora -pero sólo temporalmente- a contrabalancear esta tendencia ultraautoritaria. Cómo debemos conducirnos -en cuanto anarquistas- ante tales tensiones, es un gravísimo problema que no se puede dejar de lado con respuestas más apropiadas para una economía industrial tradicional y un movimiento obrero vital que para una inminente economía cibernética con unos perfiles de clase menos definidos.

La omnipresencia del Estado

En segundo lugar, el Estado se ha convertido en algo omnipresente como jamás lo había sido con anterioridad. Asistimos a su crecimiento en forma tal que jamás hubiéramos podido imaginar en épocas precedentes, mucho más simples. Es cierto, se puede pensar en los grandes despotismos del mundo antiguo como ejemplos de formas estatales más despiadadas, tales como el despotismo asiático estudiado por Karl Wittfogel y otros historiadores. Pero raramente el Estado ha tenido este carácter de omnipresencia, ese carácter típico de condición humana que tiene hoy y que todavía amenaza con serlo más en el futuro. Kropotkin, atinadamente, destacaba que por más tiránicos que fueran los Estados coexistían con un mundo <<subterráneo>> de villas, ciudades, barrios urbanos, para no mencionar diferentes asociaciones y corporaciones que eran impugnables a la invasión gubernativa. Todavía en los años treinta, en los Estados Unidos podía uno, tras su trabajo, retirarse del mundo industrial y acogerse en una sociedad preindustrial, doméstica y comunitaria, en la cual el individuo podía preservar su humanidad. A pesar de todos sus defectos patriarcales y de patrioterismo, ese mundo preindustrial excesiva mente individualizado era profundamente social. Era el mundo de la extensa familia en la que varias generaciones vivían juntas o en íntimo contacto una con otra, preservando la cultura y las tradiciones de un espacio no burgués. Era el mundo de la patria chica, de la <<pequeña patria>>: la villa, la ciudad, el barrio, donde la amistad era íntima y donde existía un espacio público que nutría una esfera pública y un cuerpo político activo. Existían todavía centros comunitarios que contaban con un lugar para la instrucción, la conferencia, el mutuo apoyo, los libros, los periódicos, la exposición de <<ideas avanzadas>> y aun para la ayuda material cuando los tiempos eran duros. Los centros obreros (ateneos libertarios), creados por nuestros compañeros españoles en numerosas ciudades y poblaciones de la península ibérica eran la expresión más consciente de un fenómeno profundamente espontáneo a la vez que típico de la era precedente a la segunda guerra mundial.

La calle, la plaza y los parques constituían un espacio de reunión todavía más amplio y fluido. Recuerdo, de mi juventud, los famosos mítines en una esquina de la calle, donde una sorprendente variedad de oradores radicales hablaban a un público cautivado, o más bien expectante. Ese fantástico mundo de la <<caja de jabón>> (los oradores hablaban mientras permanecían de pie sobre tales cajas, N. del T.), como era conocido en Norteamérica, era una fuente de activo intercambio político, un mundo que adiestraba tanto a los oradores como al público en el arte de la actividad pública radical. Más allá de esos niveles de vida doméstica y pública existía la esfera para la actividad local, regional e incluso nacional, más lejana quizá del beneficio individual pero altamente educativa y más enérgicamente contestataria de cuanto pueda serlo hoy.

E1 Estado y la sociedad industrial han destruido ese mundo social y político descentralizado. Sus medios de información entran en todos los hogares y sus computadoras los unen a sofisticados sistemas de administración y de control. Las grandes familias, ricas en diversidades generacionales y culturales, se han marchitado a través de la familia nuclear, constituida por dos progenitores intercambiables y con sus dos o tres hijos intercambiables también. Los ancianos han sido oportunamente expedidos a barrios residenciales para <<ciudadanos de la tercera edad>>, así como la historia y la cultura preindustrial ha sido enterrada en los museos, en las academias y en los bancos de datos de las computadoras. La venta de alimentos, de artículos de vestir y domésticos, así como de diversos instrumentos, que en un tiempo fue una actividad muy personalizada, propia de comerciantes locales (muy frecuentemente negocios de gestión familiar) en estrecha conexión con los barrios o la ciudad, es hoy un gran negocio de empresas enormes. En los gigantescos centros comerciales que constelan el continente americano (siempre mayores que incluso los europeos), se trata ya de una forma de distribución impersonal, mecanizada, en que los adquirentes y los productos vienen envueltos juntos, al cajero, y reexpedidos en su automóvil a su lejana <<casa>>. Las calles están congestionadas de vehículos no de seres humanos, y las plazas se han convertido en estacionamientos, no en lugares donde la gente se reúna y dialogue.

Las autopistas desgarran los centros de la ciudad e irradian en los barrios con efectos espantosamente destructivos para la integridad cultural de la comunidad. En ciudades como Nueva York, los jardines son lugares de crímenes y de peligros personales a los que se entra temeroso de perder la propia vida. Los centros comunitarios han desaparecido de todas partes, excepto de los barrios más tradicionales, donde corren el riesgo de convertirse en objetos de curiosidad para los turistas y para los sociólogos. El discurso es preferentemente electrónico reservado a sedicentes <<expertos>> y estrellas de los medios masivos a debatir en las horas más importantes con una pasiva vacuidad que está produciendo una generación de idiotas y de mudos. <<La cultura subterránea>> celebrada por Kropotkin en el Apoyo mutuo está prácticamente desapareciendo en los Estados Unidos, sobre todo tras el declinar de los años sesenta, y el mundo en que florecía ha sido casi todo digerido por la red de estaciones de los medios de comunicación (propiedad del Estado y de las grandes empresas) que embrollan los sentidos más que dirigirse a la mente, que hablan a las vísceras más que a la cabeza.

Está surgiendo una generación que desprecia el pensamiento en cuanto tal y que ha sido adiestrada a no generalizar. La actividad cerebral apresa la forma de imágenes adocenadas idénticas a las que presentan la televisión y de una <<mentalidad>> (si así puede todavía llamársele) reductiva que obra con <<frenos>> cuantitativos de información antes que con conceptos cualitativos. Encuentro tal desarrollo simplemente aterrador, en cuanto subvierte la mente, impidiendo la capacidad de imaginar espontáneamente por la alternativa y de obrar de manera que contradiga las <<imágenes>> prefabricadas que la industria publicitaria (política y comercial) tiende a imprimir en el cerebro humano. La gente comienza hoy a percibir todos los fenómenos del mismo modo en que recibe las imágenes televisivas: como figuraciones ilusorias creadas por el movimiento rapidísimo de las partículas electrónicas sobre la pantalla televisora, figuraciones que despojan al dolor, el sufrimiento, la alegría y el amor de toda realidad, dejándonos tan sólo una cualidad unidimensional espectacular. Las imágenes, en realidad, comienzan a sustituir a la imaginación, y la figura impuesta por lo externo comienza a sustituir a la idea formada internamente. ¿Y si la vida viene confiada por una simple relación de espectador entre un público privatizado y un aparato electrónico, de qué otra cosa tenemos necesidad sino de figuras y de entretenimiento como substitutivos del pensamiento y de la experiencia?

Humanidad y Naturaleza

Todo ello nos lleva al tercer -y por fortuna último- problema que intento destacar: el problema de las relaciones de la humanidad con la naturaleza. Se trata de un problema que ha adquirido proporciones cruciales, muy diferentes a las que se podían prever en 1952, cuando publiqué mi primer trabajo sobre el desastre ecológico. Todavía en 1983, cuando escribí Ecología y pensamiento revolucionario, recuerdo que hablaba del <<efecto invernal>> que podría elevar la temperatura del globo lo suficiente como para desatar parte de los casquetes polares <<dentro de algunos siglos>>, de trastornos en el ciclo hidráulico y en los ciclos del azoe, del carbono y del oxígeno (que definía unitariamente como <<ciclos biogeoquímicos>>), que hubieran podido <<al final>> hacer saltar los mecanismos homeostáticos que conservan el equilibrio biótico y meteorológico del planeta; de un ambiente <<peligrosamente contaminado>>, desde el suelo hasta los alimentos cotidianos, y de una biosfera cada vez más simplificada que podía invertir el curso del reloj evolutivo en dirección a un mundo menos complejo y por tanto incapaz de mantener formas complejas de vida, como los mamíferos si no es que todos los vertebrados.

Jamás hubiera podido suponer, sólo hace veinte años, que en los años 90 y el inicio del próximo siglo (podría decir en este momento) nos encontráramos en una biosfera <<peligrosamente contaminada>> (podría decir catastróficamente contaminada). Sin embargo, la Academia Nacional de la Ciencia y el Ser para la Protección del Ambiente en los Estados Unidos señala que podremos ver el efecto invernal sobre el nivel de los mares en una docena de años aproximadamente. Eminentes ecólogos creen que los vitales ciclos biogeoquímicos se hallan al borde de un grave desequilibrio y que la gravedad y la extensión de la contaminación planetaria se halla a niveles increíbles, superiores a nuestros propios temores. La relación anhídrido carbónico-oxígeno en la atmósfera está aumentando de nuevo desde 1900. Con la tala de la faja de bosques ecuatoriales, junto con la destrucción masiva de los bosques septentrionales debido a la <<lluvia ácida>>, es probable que se vea esta relación crecer espantosamente en los años venideros.

Todos nuestros océanos están espantosamente contaminados. Vastas zonas del Golfo Pérsico tienen los fondos cubiertos con una espesa capa de sedimentos bituminosos, como consecuencia de la guerra entre Irán e Irak. El aire, el agua y los alimentos son vehículos de derivados orgánicos de cloro, altamente cancerígenos, prácticamente desconocidos a los ecólogos de hace unos pocos decenios, para no hablar del plomo, del mercurio, del amianto y de los compuestos azoados que el cuerpo puede transformar en mortales nitrosaminas; en suma, una variedad aparentemente sin fin de venenos que aumenta en número a un ritmo anual superior a la capacidad de los químicos ambientales para denunciar su presencia. Desechos tóxicos por decenas de miles proliferan en los continentes, derramando sus venenos de lentísima degradación en las capas acuáticas subterráneas, en los ríos, en los lagos, en fin, naturalmente, en el agua potable.

La simplificación del ambiente que me preocupaba antes, tiene lugar hoy bajo mis propios ojos. Los venenos y la lluvia ácida que arriban a los océanos están destruyendo ecosistemas marinos completos. E1 fitoplancton, base del ecosistema acuático, disminuye en cantidad, y zonas otrora abundantísimas en peces se van empobreciendo a un ritmo impresionante como consecuencia de la superexplotación. Vastas zonas del suelo se han convertido en desérticas y por doquier se mina la integridad de nuestra flora planetaria. No nos engañemos: la cuestión ecológica no es secundaria respecto a la crisis política, económica, militar. Si la próxima generación no alcanza a vivir la extinción termonuclear, tal vez sea porque se hallará frente a la extinción ecológica. Nos enfrentamos no sólo a una sociedad moribunda, sino también a un planeta moribundo y ambos sufren del mismo morbo y la misma causa: nuestra mentalidad histórica de dominio, cuya pretensión de <<progreso>> es hoy día una dramática mofa de la realidad.

¿Qué hacer como anarquistas?

¿Cómo podemos, en cuanto anarquistas, hacer frente a los cambios radicales en el campo técnico, económico, social y ecológico que hasta aquí he tratado? ¿Se trata acaso de cuestiones <<marginales>> subordinadas o irrelevantes respecto a nuestra incesante tarea de organizar a la clase trabajadora y de combatir la explotación ¿Cuáles son las prioridades <<programáticas>>, cuál es la <<orden del día>> de nuestro movimiento para los años subsiguientes a 1984, de existir un orden del día que pueda comprender nuestros esfuerzos a nivel internacional, al lado de nuestra oposición al Estado y al autoritarismo en todas sus formas?

Tal vez sea una presunción exagerada sugerir que haya tal orden del día válido para todo el mundo, y de cualquier manera no creo hallarme en posibilidad de dar consejos pragmáticos y de <<prioridades>> a los compañeros mucho mejor informados que yo sobre sus situaciones regionales. Puedo, sin embargo, hablar con buen conocimiento de causa de los Estados Unidos, dado que hablo todos los años a miles de norteamericanos sobre una gran variedad de temas: desde la ecología a la planificación urbana, de la teoría social a la filosofía. Pienso asimismo que puedo desenvolverme con cierta competencia sobre una amplia parte de lo que he dicho al mundo <<de lengua inglesa>>.

A juzgar por el sectarismo y nihilismo que he encontrado en muchas publicaciones sedicentes libertarias de la zona lingüística angloamericana, soy propenso a ser bastante pesimista.

Sin embargo, el anarquismo podría ser hoy el movimiento más activo e innovador del área radical, si quisiera serlo. De nuestros ideales de autogestión, descentralización, federalismo y apoyo mutuo se han apropiado impúdicamente, sin una palabra de agradecimiento, escribas marxistas que se limitan a aplicar el rabo de esos conceptos al asno comunista o socialista, como un extraño apéndice notoriamente fuera de lugar. Nosotros, los anarquistas, hemos sido desde hace mucho tiempo los progenitores de una sensibilidad orgánica, naturalista y mutualista de la que se ha apropiado el movimiento ecológico, con escasísimas referencias a las fuentes: el naturalismo de Kropotkin y la ética de Guyau. Que muchos aspectos de esa sensibilidad denotan los finales de siglo en los que fueron formados no es un buen motivo para adoptar actitudes cautas de carácter puramente proteccionista y defensivo. Todas las ideas importantes son producto de su tiempo y deben ser elaboradas o modificadas para enfrentar nuevas condiciones, nuevos desarrollos.

Y las nuevas condiciones van emergiendo, como he tratado de demostrar. Lo que unifica al anarquismo del mundo clásico y también del mundo tribal hasta nuestros días, está todo en esta idea: ningún dominio del hombre sobre el hombre. Esa postura antiautoritaria es el corazón y alma del anarquismo, su autodefinición como cuerpo de la idea y la práctica. E1 hecho, en fin, de que las obras de Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Pelloutier, etc., le hayan dado un contenido sistemático significa que hay una base para crecer... y ser podado, no que le deba faltar creatividad y fecundidad. Nuestras tradiciones son nuestro suelo; pero la vida que este suelo mantiene es un fenómeno en continua evolución y no puede ser limitado en el tiempo y en el espacio por la forma originaria de su hábitat. Osificar al anarquismo en textos sacros y rituales significa emular a los marxistas, cuya devoción casi eclesiástica a los viejos pergaminos consagrados ha transformado un inmenso cuerpo teórico en pura exégesis y comentarios. No podemos permitirnos la vía de la disputa intramuros y de las riñas sectarias sobre la historia y sobre el significado textual, sin caer también nosotros en un formalismo asimismo esclerótico y en un contenido asimismo ambiguo para volverse pura ideología en el peor sentido del término: una apología de las condiciones existentes o -todavía más absurdamente- de las condiciones de tiempos pasados.

Debemos estar dispuestos a interrogarnos sobre cuál <<sujeto histórico>> llevará en sus espaldas la carga del cambio social en los años venideros. Así, ¿todavía tiene sentido hablar de una <<clase hegemónica>> cualquiera en una sociedad en la que la estructura de clases se está desintegrando? Debemos estar prontos a definir las nuevas cuestiones emergentes, como la ecología, el feminismo, el racismo, el municipalismo y aquellos movimientos culturales que se ocupan de la calidad de la vida en el más amplio sentido del término, para no hablar de las tentativas de oponerse a la alienación en una sociedad espiritualmente vacía. ¿Se pueden ignorar los <<nuevos movimientos sociales>> que surgieron en la Europa central, como los Verdes y las coaliciones antinucleares y pacifistas que rebasan tantas líneas de clase y tantos confines nacionales. Debemos estar dispuestos a salir de las viejas trincheras ideológicas, para mirar con honestidad, claridad e inteligencia el mundo autoritario que se va remodelando en torno nuestro y a tomar nota de las tensiones que existen entre las tradiciones utópicas de las revoluciones democráticas burguesas y la marea ascendente del militarismo y centralismo que amenaza con cancelar esas tradiciones. ¿Se puede ignorar la política localista, los movimientos municipales y de barriada, la afirmación de los derechos democráticos contra las tentativas de incrementar la autoridad del poder ejecutivo?

Si los años sesenta me han enseñado algo, como norteamericano, es que no puedo hablar a mis <<compatriotas>> en el alemán de Marx, en el ruso de Lenin, en las lenguas asiáticas de Mao y de Ho Chi Min ni tampoco en el español de Fidel: son todas aquellas <<lenguas>> que hablándolas los bolcheviques de nuestra casa se aislaron completamente de la vida americana. Las grandes masas de inmigrantes que introdujeron en América el socialismo y el anarquismo europeos si no desaparecieron, están en vías de desaparecer. Ideológicamente, los norteamericanos se hallan de nuevo frente a sus propias tradiciones y lenguaje, aparte del marxismo académico, incestuoso y hermético en sí como casi todas las disciplinas académicas, no conocen otra ideología o mitología si no aquella amasada en casa, en la escuela, por los medios. Gracias a las tradiciones libertarias de la Revolución norteamericana -tradiciones bien observadas por Proudhon y por Bakunin y, si me permiten agregar, por ellos admirada- encuentro más útil hablar a los norteamericanos en la lengua de Sam Adams, Thomas Paine, Thomas Jefferson, Henry Thoreau, Ralph Waldo Emerson y gente como ellos. Las palabras son más comprensibles y su realidad más llevada de la mano del lenguaje de los inmigrantes formados más en la lucha contra sociedades feudales o comerciales simples que no contra una sociedad altamente industrializada, como la presente, que contradice duramente las tradiciones de la América campesina. Lo que hago es reelaborar las palabras de los viejos revolucionarios americanos para explicar mis principios anarquistas, utilizándolas en nuevos contextos, al igual como mis compañeros españoles eran ibéricos hasta la médula y hablaban tanto en la lengua de Pi y Margall como en la de Mijail Bakunin. Soy y permaneceré siendo internacionalista bajo cualquier aspecto y me opongo a toda forma de patrioterismo y chovinismo que pueda ponerme sobre o fuera de mi humanismo anárquico universal. Sé, sin embargo, que no tiene sentido exhortar a los norteamericanos a las armas e invocar imágenes flamígeras de un pasado que les es extraño y tal vez incompresible, sobre todo cuando el armamento del Estado ha dado un gran salto y está muy por encima de aquel de las barricadas y de la potencia de fuego de la Comuna de París y de la Revolución española.

Puedo, en su lugar, hablarles de su poder dual en el sentido histórico del término. Palabras como <<contracultura>>, o sea una reivindicación programática que puede ser orquestada por la base contra la cúspide, contra el poder estatal centralizado. No puedo llegar a los obreros en sus fábricas y sindicatos, porque unas y otros son escuelas de jerarquía y de dominio, pero sí puedo llegar a ellos -y a mucha otra gente- en mi barrio y a los citadinos limítrofes a mi comunidad. En Burlington, Vermont, los anarquistas han sido los primeros en instituir asambleas de barrio -versión urbana de los mítines citados de la Nueva Inglaterra-, que en esencia pueden ser igualmente instituidas en cualquier parte: Milán, Turín, Venecia, Marsella, París, Ginebra, Francfort, Amsterdam, Londres... Lo que obstaculiza su nacimiento no son dificultades logísticas o problemas de dimensión demográfica, sino el nivel de conciencia que sobre temas localísticos es más elevada en Nueva Inglaterra que en otras partes de Norteamérica. ¿Y no es por lo demás eso de la conciencia -conciencia de clase o conciencia libertaria- el problema central de todo proyecto liberador?

El Sindicalismo

No puedo más que augurar a nuestros compañeros sindicalistas el máximo éxito. Habiendo crecido en la industria metalúrgica y automotriz, he buscado desde hace mucho tiempo una conciencia de clase revolucionaria entre los obreros norteamericanos, una conciencia que nunca he hallado ni siquiera en los años treinta y cuarenta y mucho menos en los últimos decenios. He encontrado entre mis compañeros de trabajo una militancia ejemplar y una gran fuerza de carácter pero ninguna prueba, a gran escala, de que el capitalismo sea un sistema más intolerable para los obreros que para los demás estratos de la sociedad -supuesto que sea intolerable-. Más bien he hallado tendencias libertarias entre los jóvenes de los años sesenta, entre las mujeres de los años setenta y entre los ecologistas de los años ochenta. Cada vez me convenzo más que deberíamos volver a la palabra <<pueblo>>: una gran y creciente mezcla de individuos que se sienten oprimidos y dominados, no sólo explotados, en todos los ámbitos de la vida: en el ámbito familiar, generacional, cultural, sexual, étnico y moral aparte de económico. Marx criticó a los anarquistas porque hablaban de <<masas trabajadoras>>, de <<trabajadores>> y de <<oprimidos>> en vez de usar el término científico de <<proletariado>>. E1 resultado es que nosotros teníamos razón y él estaba terriblemente equivocado, según el veredicto comprobado no sólo por la teoría sino por la misma historia.

Pero, ante un movimiento anárquico de tal género, siento que es mi deber empeñarme en una actividad pública que tenga un significado para todos aquellos norteamericanos que logro reunir. En cuanto norteamericanos, poseen una tradición libertaria superficial que procuro profundizar hacia el nivel del anarquismo. Me dirijo a su fe en los derechos individuales, en la descentralización, en una concepción activa de la ciudadanía, en el apoyo mutuo y en su aversión por la autoridad gubernativa. Y no critico en demasía el acoplamiento de libertad-propiedad. Les recuerdo las instituciones libertarias típicas de su tradición revolucionaria norteamericana: asambleas de ciudadanos, formas asociativas confederales, autonomía municipal, procedimientos democráticos... Mi objetivo es claro: crear, a partir de las tradiciones libertarias norteamericanas, aquellas formas de la libertad que puedan oponerse al creciente poder del Estado y a la concentración de la autoridad política y económica. E1 núcleo central de mi planteamiento es tanto municipalista cuanto ecológico y contracultural: fortalecimiento y confederación de países, barrios, ciudad, como contrapeso a Washington y a los feudos estatales que constituyen la Unión Americana. Mi lenguaje es más populista que proletario, con énfasis particular en el dominio más que en la explotación. Mi programa consiste en crear un poder popular dual, antagónico al poder estatal que amenaza los residuos de libertad del pueblo norteamericano: un poder popular que reconstituya en forma anárquica aquellos valores libertarios y aquellos elementos utópicos que son el patrimonio más vital de la Revolución americana.

El único planteamiento

Que este planteamiento pueda tener éxito o no es una cuestión a la que no puedo dar una respuesta cierta. Lo que me parece cierto es que es el único planteamiento que puede funcionar en los Estados Unidos: si fracasase no sabría qué otra estrategia proponer para esta parte del mundo. E1 pueblo norteamericano no está dispuesto a seguir una vía socialista que amenace su libertad, por lo que no está dispuesto a aceptar un programa de clases, que, por otra parte, el proletariado norteamericano no ha aceptado jamás. La autoorganización, la acción directa, el antiautoritarismo y el municipalismo son todavía elementos significativos del <<Sueño norteamericano>>, un sueño o, si se prefiere, un mito -que se imagina a Norteamérica como el reino de la reconstrucción utópica: una Norteamérica que es el <<Nuevo Mundo>> no sólo en la secuencia del descubrimiento geográfico, sino <<Nuevo>> en la historia de la libertad y de las experimentación política. Y si el sistema de partidos y los principios organizativos tomados en préstamo por la <<Izquierda>> terminaran por prevalecer a tal punto en la imaginación colectiva para sofocar del todo la herencia libertaria del país, las posibilidades se habrían esfumado tal vez para siempre en los Estados Unidos. Los norteamericanos tienen esta alternativa: volverse a una vía libertaria del género que he señalado o bien convertirse en el más peligroso flagelo que el mundo haya jamás visto en la historia de la humanidad. Y no debemos estar dudosos en el asunto: Norteamérica puede realmente jugar un papel nefasto.

Por consiguiente, en los Estados Unidos existe esa tensión entre una tradición libertaria que frena la expansión del imperio norteamericano y nuevas fuerzas que van soliviantando al país hacia un papel mundial más violento y destructivo. Sólo los anarquistas están en posibilidad de comprender apenas la intensidad de esta tensión y la extraordinaria potencialidad que ello representa para un programa y un movimiento de reconstrucción utópica. La <<Izquierda>> marxiana está insensible al argumento de la auténtica libertad: es economicista, centralista, burocrática y apasionada por la tecnología. Y, así es como la <<Derecha>> ha pasado a disfrutar la tradición libertaria norteamericana, en nombre de la propiedad, de un mítico laissez-faire que ha dejado el campo libre al desarrollo de las grandes empresas y de una representación de la <<guerra fría>> que ha llevado las tropas y las armas norteamericanas a casi todos los países occidentales y del Tercer Mundo. Si los anarquistas norteamericanos no logran limpiar esta tradición libertaria de sus escorias de propiedad y reaccionarias, el pueblo de los Estados Unidos será fácil presa de los totalitarismos que se camuflan con los ropajes de una historia revolucionaria que ha inspirado algo la lucha de emancipación popular en todo el mundo.

Conozco muy bien todos los argumentos que se pueden señalar contra la perspectiva que hasta aquí he señalado. Sé que los norteamericanos están divididos por intereses de clase, por la riqueza y por diferencias étnicas y sexuales, por conflictos regionales. ¿Cómo es entonces posible que un ideal de resistencia comunitaria y municipal ante la centralización estatal logre superar todas esas divisiones? ¿Y cómo y cuánto una municipalidad es cosa distinta al Estado? ¿No se ha visto ya con Paul Brousse el fracaso, como proyecto anárquico, del municipalismo?

Existen muchas respuestas a esas demandas, que exigirían un artículo sólo para ellas. Por ahora basta con esto: la tecnología cibernética amenaza con crear un nivelador social para todos los estratos de la sociedad norteamericana, tanto para la clase media como para la clase obrera, los blancos como los negros, los técnicos y los profesionales tradicionales como los peones y los agregados a las cadenas de montaje. Lo que viene remodelándose a partir de la tradicional estructura de clases del capitalismo industrial es un pueblo, no un proletariado.

Por otro lado vienen surgiendo inquietudes y valores populares que con frecuencia superan los intereses materiales: la libertad de la mujer, los derechos de los negros, la problemática ambiental... Esos valores emergentes y estas inquietudes emergentes con frecuencia marginan diferencias de intereses materiales que hacen del término <<pueblo>> una amable caricatura de los ideales democráticos radicales. Por otra parte, el nacionalismo ha demostrado poseer entre la masa una fuerza siempre superior a la solidaridad de clase, y este hecho, por sí solo, desmiente el mito marxista de que la gente se mueve tan sólo por sus intereses materiales: si fuera verdad, hace tiempo habría triunfado el socialismo. Que la ideología sea capaz de impulsar a los humanos a otros confines por su propio instinto de sobrevivencia es un hecho de tal suerte demostrado (aun cuando, por contra, se piense por ejemplo en las guerras religiosas que tuvieron lugar en el Medlevo y la Reforma) que no se puede ignorar su fuerza en cuanto tal. Como anarquistas hemos subrayado siempre la exigencia que la nueva sociedad tiene de acabar con la vieja y desde el siglo pasado, hemos heredado una <<dote>> de la burguesía: la fábrica, como clave destinada a abrir la puerta a una nueva y libre sociedad. Pero, como he dicho, me parece que esa tentativa no tiene ya hoy ningún sentido. Más bien, por una de las ironías de la historia pudiera darse que la llave siempre haya sido en forma ideológica; la dimensión libertaria de la tradición democrática que se opone ahora a la marcha del capitalismo cibernético hacia la realización de sus fines históricos.

De todos modos, lo que se olvida demasiado fácilmente es que los desastres producto de la ideología son propiamente la prueba de su latente éxito, igual como la capacidad humana de anular la vida es la prueba de su capacidad de hacer del mundo un paraíso. No son los males de las ideologías lo que debemos evidenciar frente a un mundo ya de por sí escéptico y secular, sino el tipo de ideología que lo puede salvar de su egoísmo y de su economicismo. En esa dimensión moral, el anarquismo representa la única ideología capaz de llevar a la humanidad más allá de sus angustiosas necesidades biológicas, hacia un espacio de libertad que es un fin en sí, en la aventura humana.

 
[ Principal | Ediciones | Biblioteca | Debates | Enlaces ]